Historia

Los inicios del nuevo régimen constitucional

  • El Trienio Liberal arranca con la paradoja de unas Cortes sin armonía con la autoridad regia y con un Fernando VII teniendo que nombrar ministros entre los revolucionarios

  • En Cádiz se repone como jefe superior político (gobernador) a Cayetano Valdés, víctima de la represión de los absolutistas

Alegoría de la Constitución de 1812.

Alegoría de la Constitución de 1812. / D. C.

Tras el golpe de Estado que protagonizó el Ejército de Ultramar acantonado en torno a la Bahía de Cádiz y con el paso decisivo del comandante Riego, que el 1 de enero de 1820 proclamó la Constitución de 1812 en las Cabezas de San Juan, se originó una situación tensa y confusa. Pero, al jurarla Fernando VII el 7 de marzo, ante los hechos consumados comenzó en España el llamado Trienio Constitucional o Liberal, de gran significación en la política nacional pero también en Cádiz por su especial protagonismo en estos tres años (1820-1823).

Con todo, hubo desde el primer momento dos cuestiones que constitucionalmente vinieron a poner en evidencia la naturaleza del nuevo régimen con sus consiguientes recelos. La primera estribaba en el hecho de que aunque las Cortes podían interferir la acción gubernamental, no se exigía en cambio la confianza parlamentaria, con lo que dudosamente podía irse en armonía, incluso, hasta con la propia autoridad regia. La segunda supuso la paradoja de ver a un Rey teniendo que nombrar ministros entre los vencedores de esta revolución.

El juramento de la Constitución en Cádiz

Pasados los miedos y sobresaltos causados por la masacre del 10 de marzo de 1820 en Cádiz a cargo de tropas reaccionarias, con el trágico balance de 64 muertos y 148 heridos, poco a poco fue volviendo la calma, dándose toda una serie de decretos y órdenes tendentes a procurar la tranquilidad pública. Así, el 14 de marzo se acordó la reunión permanente de la corporación municipal todos los días, mañana y tarde, hasta que la situación mejorase. El temor a las tropas era tan evidente que un regidor llegó a proponer que “mientras exista en Cádiz un solo soldado, no se publique ningún decreto, ni se verifique ningún acto público”. Después de algunas dilaciones equívocas y que, según nota oficial, solo se debieron al mal tiempo reinante, el 18, la escuadra anclada en la Bahía juró la Constitución doceañista, el 19 lo hizo la guarnición en sus cuarteles y, finalmente, el 20 juraron los jefes y la plana mayor. Dos días después se promulgó solemnemente en la ciudad, con la presencia de las autoridades civiles y militares más los cónsules extranjeros, colocándose la lápida de la Constitución y un retrato de Fernando VII en la plaza de San Antonio. Por último, en la mañana del 22 hizo juramento el pueblo en sus parroquias respectivas, “reinando siempre un orden admirable en medio de la más viva agitación de los espíritus”.

Curiosamente, las primeras objeciones al nuevo régimen no vinieron de los elementos opuestos al sistema, los cuales, a pesar de su peso específico, necesitaban tiempo para ir tomando posiciones. Más bien procedieron de los sectores liberales más conservadores que pronto comenzaron a recelar del texto constitucional, mostrando sus deseos de que se reformase en clave menos “progresista”. Aún así , el nuevo régimen fue acogido con general normalidad y, como en el resto de la nación, todo lo referente a la revolución se exaltó e idealizó con festejos conmemorativos. Pero, analizando detenidamente la cuestión, vemos que la situación no era precisamente un fiel reflejo de la realidad. Hubo mucha alegría desmesurada, como si por el mero hecho del cambio político se hubiera encontrado la panacea a todos los problemas y aspiraciones largamente planteados con anterioridad. Se prodigaron las medidas triunfalistas y, al parecer de muchos, precipitadas, como el hecho de que se otorgaran ascensos extraordinarios a Riego, Quiroga y a otros jefes de la revolución, estableciéndose así un peligroso precedente para futuras intentonas. Todo esto sin contar con que a los ojos de la conservadora Europa del momento se vio como algo molesto e incómodo.

Las nuevas autoridades y la práctica electoral

Zanjada, pues, la cuestión militar se procedió a normalizar la actividad política con el nombramiento de las nuevas autoridades provinciales y locales. El 19 de marzo fue repuesto como jefe superior político (gobernador) de la provincia gaditana Cayetano Valdés, teniente general de Marina, que en los años anteriores había sido víctima de la represión absolutista y condenado a diez años de prisión en el castillo de Alicante. Días después, la Audiencia Territorial de Sevilla decretaba la convocatoria inmediata de las elecciones a alcaldes en los ayuntamientos, aunque se recordaba, como un reconocimiento más tácito que efectivo, que se podía reelegir para los cargos municipales a todos aquellos que los hubiesen desempeñado en 1814.

Estas elecciones municipales fueron punto de atención preferente del nuevo régimen implantado, que consideró la figura del ayuntamiento representativo como el medio más adecuado para la introducción de las ideas constitucionales y el modo idóneo de concienciar a la población a tal fin. El sistema de elección se basaba en dos grados, pudiendo todos los vecinos electores ser elegidos en el primero, aunque ya las limitaciones en la base se sucedían de tal forma que el gobierno del municipio fue recayendo entre las personas más prestigiosas o de gran poder económico. En realidad, eliminados los privilegios estamentales, fue la clase media alta local la llamada a representar a su propia comunidad.

Para ser elegido había que ser ciudadano en el ejercicio de sus derechos, mayor de veinticinco años y poseer al menos cinco de vecindad. Los cargos eran gratuitos, renovándose cada año los alcaldes y la mitad de los regidores, quedando solamente exentos de ser elegidos los empleados públicos de nombramiento real en ejercicio. Al final, quedaron, tras los filtros correspondientes, aquellas personas notables que se correspondían, en su mayor parte, con apellidos influyentes, como Francisco Javier de Istúriz, José Moreno de Guerra, los hermanos Zulueta, Mateu, Domecq ...

Poco tiempo después, por decreto de 22 de mayo se cursó la convocatoria para la primera legislatura de las Cortes. Esencialmente era un sistema de votación indirecta a través de juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia que debían elegir un diputado por cada 70 000 habitantes. No respondía este sistema plenamente al concepto actual de soberanía nacional, aunque en gran medida lo presuponía. El complicado sistema de elección se abrió el 30 de abril con las juntas parroquiales (Rosario, Santa Cruz, San Antonio, San Lorenzo y San José de Extramuros) y finalmente, el 21 de mayo, resultaron elegidos diputados Tomás de Istúriz, Manuel López Cepero, José Manuel Vadillo y Bartolomé Gutiérrez Acuña.

Tomás, el mayor de los hermanos Istúriz, que ya había sido diputado a Cortes por Cádiz en 1814 murió meses después de su elección, el 17 de noviembre, a los treinta y ocho años. Sin embargo, a pesar de que se pidió al Congreso una nueva elección para cubrir su vacante, tal petición no fue tenida en cuenta. López Cepero, otro antiguo diputado por Cádiz en 1814, que había salido elegido también por la provincia de Sevilla, alegando razones de domiciliación tal y como preveía la Constitución, se decidió por esta última, siendo sustituido por José Rovira.

Por su parte, José Manuel Vadillo fue nombrado alcalde de Cádiz y poco después, jefe político de Jaén. En cuanto a Gutiérrez Acuña, representante del partido de Jerez y antiguo conspirador liberal junto con Vadillo, respondía a la postura más exaltada. Respecto del primero, Alcalá Galiano, que esperaba haber salido diputado, no ocultando su desilusión, nos dice que “era hombre casi falto de instrucción... corto de alcance”. El cuadro electoral se completó con la constitución de la Diputación Provincial, que se componía de 9 miembros, siendo elegidos por el partido de Cádiz Francisco Javier Istúriz, hermano de Tomás, y Pedro Juan de Zulueta.

Junto a todo ello, si en algo se distinguieron también estos primeros momentos del nuevo régimen fue en la cantidad de actos públicos y medidas que se llevaron a cabo, cargados de grandes dosis de simbolismo. Pura propaganda con el evidente deseo de dar por sentado un drástico cambio de opinión, siquiera en sus aspectos más típicamente formales.

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