El cuadro del payaso
Cádiz oculto
La leyenda de esta pintura maléfica viaja de ciudad en ciudad, pero en Cádiz se ubica en alguna casa del popular barrio del Mentidero
Hay leyendas muy modernas, popularizadas sobre todo gracias a Internet (a veces han surgido directamente aquí). Entre ellas se encuentra una protagonizada por el cuadro de un payaso, objeto maldito y con vida propia. Quienes padecen coulrofobia no soportan ver a un payaso ni en pintura, así que resulta terrorífico pensar en lo que pueda provocarles un cuadro de estas características, y más en concreto con las connotaciones del que nos preocupa ahora. Del pavor que generan los payasos tiene mucha culpa Stephen King y su novela It, pero el cine, que ha versionado en dos ocasiones esta obra, también se ha servido de esta fobia en otros títulos, como Killer Klowns from Outer Space (Stephen Chiodo, 1988). No obstante, no hacen falta payasos tan diabólicos. Hay a quien también le asustaba Fofito, y no digamos Milikito. Y no voy a quitarles razón. El miedo es libre, no cabe duda.
La leyenda del cuadro del payaso es muy moderna, y me temo que es una de las que han nacido directamente en la Red, inventada en algún momento y viralizada debido al morbo que provocan este tipo de historias. No solo se la ubica en Cádiz. El cuadro es viajero, y de pronto aparece en Madrid como en Granada como en la Cochinchina… y, por supuesto, en Cádiz. Se dice que estuvo colgado en un piso del Mentidero, donde, de ser cierta la historia, deberían haberlo quitado a la primera de cambio… Al loro con lo que se cuenta. El cuadro, del estilo de las pinturas de los 70 u 80, época en la que se decoraban los pisos con sumo gusto (bodegones, estampas de cazadores, caballos al viento…), adornaba un hogar del conocido barrio del casco histórico. La peculiaridad estribaba en que el payaso tenía la mano levantada, con los cinco dedos estirados… ¿Por qué? ¿Estaba saludando el simpático payasete? Pues no. Resulta que el muchacho tenía una manía: descontar a las personas que iban muriendo en la casa. Cada vez que fallecía alguien, el payaso bajaba un dedo. En ese momento era cuando se debía de haber descolgado, vaya, y destruido para siempre, pero quizás, como sucede en las películas, habría vuelto a aparecer colgado, como si nada, con su sonrisa aún más burlona y una mirada diabólica la mar de agradable. En cualquier caso, y por lo que fuera, el cuadro no fue descolgado cuando ya enarbolaba cuatro dedos, y ocurrió lo inevitable: al tiempo murió otra persona en la casa y el payaso bajó otro dedo. Tres eran los que le quedaban levantados. Tampoco se hizo nada.
El payaso maldito continuó colgado en la pared, con la sonrisa cada vez más acentuada y malévola, la mirada clavada en cada uno de los miembros de la familia. ¿Quién sería el próximo? Llegado el momento, el payaso, con la sonrisa ya desencajada, solo tenía un dedo extendido. Solo quedaba una persona con vida. Y llegó su momento. Murió. El cuadro bajó su último dedo y pareció oírse una carcajada salir de aquel piso ya sin vida… Pero, sin vida, el cuadro no podía manifestarse. Sin personas en la casa, el payaso no tenía razón de ser. Sin embargo, cuando el piso fue vaciado, y el cuadro al fin descolgado, el payaso volvía a tener los cinco dedos en su sitio. Y seguramente fuera a parar a otra casa y de esta a otra y de esta a otra… Regalado, vendido en alguna tienda de antigüedades, sobreviviendo a todos, inmortal en su maldad, el cuadro continuó su periplo.
Permitid, pues, una advertencia. Si en algún momento veis al cuadro del payaso en el baratillo, vendiéndose el domingo por la mañana como una antigualla entre objetos inofensivos, y aunque cueste dos míseros euros, no os atreváis a comprarlo. Si no queréis que el payaso os restriegue por la cara que ha muerto uno de vuestros seres queridos, mejor dejadlo allí, en el mercadillo, sufriendo por no tener dedos suficientes para señalar a quienes fallecen en la ciudad. El cuadro del payaso necesita un hogar. No tiene razón de ser en la calle. Necesita de una pared, de una familia, para volver a sonreír. Y, te aseguro, no querrás verlo nunca sonreír de la manera que lo hace cuando baja uno de sus dedos.
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