La muñeca poseída de Guillén Moreno
Cádiz oculto
Una historia personal en torno a una figura quemada en la vía del tren y que pareció resurgir años después
Se estrena estos días en cines la última entrega de Annabelle, que se sirve de la pediofobia, el miedo irracional a los muñecos, para agitar el ánimo de los espectadores, padezcan o no esa fobia. La literatura, el cómic y el cine de terror han recurrido en muchas ocasiones a este recurso, como demuestra la afamada saga de películas del muñeco asesino Chucky.
La que os voy a contar hoy es una historia personal, de niñez, que transcurre durante un verano de finales de los 80 (no recuerdo exactamente el año, perdonadme) y que tiene como protagonista a una muñeca. Suelo recurrir a ella para recapacitar sobre cómo una leyenda puede surgir de un hecho absolutamente baladí. Antes de narrarla, permitidme recordar otra anécdota propia, guasona en su desenlace, pero que sirve para el mismo cometido. En aquellos años, unos chavales de Guillén Moreno volvíamos por la vía del tren de ver al Cádiz entrenar en el Carranza. A la altura de lo que hoy es el aparcamiento frente al cementerio de los ingleses, y que entonces no era sino un enorme solar, vimos a una monja con la cabeza cortada. Así. Como se lee. Estaba de pie, parada, muy quieta, de espaldas a nosotros. Nuestra curiosidad, azuzada por el morbo, animó a que nos acercáramos. Cuando estábamos casi a su altura, el cuerpo se sacudió unos segundos. Nos asustamos, pero no huimos. Por eso pudimos ver cómo un anciano terminaba de orinar, erguía su cabeza blanca y continuaba camino. Aquella monja decapitada era en realidad un señor que estaba meando. Su cabeza inclinada y sus canas se confundían con el cuello blanco de su camisa… Nos pareció una monja, pero no lo era. De la curiosidad pasamos al miedo y, por último, a las risas… De habernos marchado sin comprobar la verdad, quizás hoy existiría una leyenda urbana sobre una monja decapitada en las cercanías de Guillén Moreno.
Y en este barrio, mi barrio, ocurrió otra anécdota, un suceso más largo en el tiempo que aquel de la monja. Un verano, Los Furias, un equipo de niño en el que yo no destacaba por mi destreza, todo sea dicho, entrenaba en el campito de fútbol, aquel al aire libre que no hacía más que hundirse cada dos por tres y que tenía unos vestuarios en ruina donde no se cambiaba nadie, pero servía de picadero para los yonquis. Junto a los vestuarios, sobre una casa con tejado de uralita había una muñeca en la que todos habíamos reparado. Una mañana, un chaval de Lebón nos contó una historia truculenta: la muñeca albergaba el espíritu de una drogadicta que había muerto de sobredosis en los vestuarios. Lo que, con toda probabilidad, era una invención del muchacho se convertiría a la postre en toda una aventura digna de Los Goonies. Durante todo el verano, los niños nos acogimos a esa historia para entretenernos. En aquellos años, la chavalería en masa ocupaba las calles y plazas. La mayoría de nuestros juegos, de todo tipo, se desarrollaban fuera de casa. La idea era muy clara: teníamos que bajar aquella muñeca y quemarla en los márgenes selváticos de la vía del tren. Pero esto, de aparente sencillez, nos llevó semanas. Nadie se atrevía. La oímos hablar, la vimos moverse… Los amigos que vivían en pisos que daban a esa parte del barrio la vieron por la noche caminar por el tejado, resplandecer de manera extraña… Entre la sugestión y las mentirijillas se fue forjando toda una leyenda. De muy corto recorrido, sí, porque, al fin, una pedrada certera consiguió hacer caer a la muñeca. No había acabado el verano. Nos dirigimos a la vía y la quemamos como si se tratara de una bruja. No habíamos cambiado tanto: igual que la Inquisición, la perseguimos, condenamos y ejecutamos. La muñeca, con la que alguna vez debió jugar alguna niña (o algún niño) se derritió y quedó convertida en una masa negra y viscosa. Y adiós a nuestra fugaz historia de miedo…
Tiempo después, sin embargo, mientras rebuscábamos con unos amigos en la derruida asociación de vecinos de la plaza de la Amante, donde luego se levantaría la que hoy conocemos, encontramos una muñeca exactamente igual a aquella del tejado, y la leyenda hizo ademán de continuar… Solo ademán, porque no le dimos tiempo. No debimos pasarlo muy bien con aquella otra hazaña y por eso corrimos enseguida a quemar la nueva muñeca que, para nosotros, era la misma. Hoy nadie se acuerda ya de aquel verano con la muñeca poseída, pero uno, que se ha sumergido siempre en historias de miedo, no puede olvidar un suceso que, visto en la distancia, nos hace reflexionar sobre los orígenes pueriles, insignificantes, de algunas leyendas. ¿Quién sabe cómo surgió la del pirata? ¿No nació la de los espejos también de unos juegos infantiles, macabros, que consistían en meterse en la casa deshabitada e invocar a la niña fantasma que alguien alguna vez dijo que moraba allí? ¿Y la del cuadro del payaso, a la que Internet, ese gran generador de leyendas y mentiras, ha dado pábulo? Pues en Guillén Moreno, donde antaño también se contaba que un enorme búho blanco revoloteaba atacando a los vecinos, hemos tenido esta de la muñeca poseída.
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