El hombre pez de Liérganes
Cádiz Oculto
La historia sitúa en Cádiz a aquel ser que fue rescatado de aguas de la Bahía, que llegó desde Cantabria y que fue acogido en el convento de San Francisco
Los religiosos lo llevaron después a su tierra, a Liérgenes
La figura de los hombres peces ha formado parte de la literatura desde antaño. El cine, por su parte, también se ha servido de ella para sus historias fantásticas: del Monstruo de la Laguna Negra a los seres de La piel fría (Xavier Gens, 2017) pasando por los de la Serie B italiana La isla de los hombres peces (L’isola degli uomini pesce, Sergio Martino, 1979). No creo que cuando Guillermo del Toro rodó La forma del agua (The Shape of Water, 2017) estuviera pensando en aquel hombre pez de nuestra costa del que habló Plinio El Viejo en su Historia natural y tampoco en ese otro hombre pez, cántabro, pero casi gaditano de adopción, que, según Benito Jerónimo Feijoo, anduvo por estos lares allá por 1679, cuando unos pescadores lo capturaron en una de sus redes. En este nos centraremos, y, por cierto, su historia también da para una película… A ver si se anima algún cineasta con recursos, Paco Plaza (REC, Verónica…), por ejemplo, que hizo mención a ella en el prólogo que escribió para mi primer libro de Cádiz oculto.
Volvamos a los pescadores. Imaginad por un momento la escena. Los gaditanos estaban dedicados a la faena de la caballa, ‘un poné’, y al querer izar la red, esta pesaba tela:
—Quillo, ¿esto qué é?
—Parese que traemo un atún, picha.
—O unas caballas mu gordas…
—Si ya había dicho yo que era güeno el angüao…
Al subir la red a cubierta, allí, enredaíto perdido, se encontraba un individuo raro raro, que no tenía acento gaditano (ni de ningún lado, porque el gachó no decía ni mu). Era un muchacho pelirrojo, con la piel cubierta de escamas, agallas y unas membranas entre los dedos que daban grima. Vamos, por entero parecido a un pez, aunque ya, gracias a las artes de los gaditanos, era pescado. Acogiéndose a las leyes de la mar, y después del lógico sobresalto, los pescadores socorrieron a aquel ‘hombre’. Hoy, por cierto, el gobierno los habría multado por auxiliar a un ‘inmigrante’ (porque en ese instante no se sabía si el tipo era español, de Marruecos o de Honolulú).
—Diopicha, ¿esto qué es?
—Pamí que es un tío, Manué.
—Po tiene toa la cara de una breca.
—Más bien de un jurel.
—¿Qué dice, carajo? Es clavaíto a un pargo.
—Porque todavía no existe El Faro, que si no se lo vendíamos a Mario para que lo hiciera taquitos…
—Noniná.
Al final, después de discutir si lo subastaban en la lonja o lo asaban con piriñaca en el club Caleta, decidieron llevarlo al convento de San Francisco y quitárselo de encima, que ya estaba siendo un engorro y no había pecera donde poder meter a aquel bicharraco. En San Francisco, e imaginamos que después de darle un baño, porque olería a pescado ‘pa tos sus muertos’, los clérigos intentaron que el muchacho les contara alguna cosa: quién era, qué era, de dónde venía… No soltaba prenda. No había manera. De buenas a primeras, y cuando ya todo el mundo lo daba por imposible, el hombre pez abrió la boca, como para dar una boqueá, y dijo “Liérganes” guturalmente. ¿Y qué era aquello de “Liérganes”? ¿Un idioma extraño? ¿Algún acertijo? La presencia del ser en el convento, y la extraña palabra, recorrieron los mentideros, y, vualà, un montañés que currelaba en Cádiz desenredó el misterio: Liérganes era un pueblo, su pueblo, en Cantabria. Pedazo de viajecito que se iban a pegar los franciscanos a costa del hombre pez…
Los religiosos emprendieron entonces el largo trayecto de Cádiz a Liérganes, sin pasar por la de peaje y deteniéndose en la venta El Paisano para comprar los numeritos de la cesta de Navidad, con la intención de que en Cantabria hubiera alguien que pudiera reconocer al muchacho. Eso sí, por el camino surgieron dudas de todo tipo, pero sobre todo una: ¿qué hacía un ser marino en un pueblo sin mar? Nadie les había dicho que el río Miera, que desemboca en el Cantábrico, pasaba por allí, por lo que el hombre pez bien podría haber sido salmón nacido en agua dulce.
Cuando llegaron a Liérganes, en efecto una mujer reconoció al hombre pez como a su hijo, desaparecido cinco años atrás. Resultó que el ‘pescao’ gaditano se llamaba Francisco de la Vega y Casar, y que un buen día se echó a nadar en el río y nunca más se supo de él. Al parecer llegó al Cantábrico, y así, nadando, porque le encantaba nadar, fue como pudo arribar a la costa gaditana para envidia de David Meca. Francisco, Paco, había pasado tanto tiempo en el agua que acabó mutando, como Kevin Costner en Waterworld, y se adaptó al medio a las mil maravillas hasta que unos ‘malajes’ lo capturaron en Cádiz. Como lo suyo no era la tierra, poco tiempo después de regresar a su pueblo, Francisco volvió al mar, y ya para siempre. Se desconoce si tuvo descendencia con alguna urta, aunque, de haberla tenido, con seguridad nos la hemos comido ya a la roteña.
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