En la muerte de Pérez-Llorca

En la ciudad encantada

Pérez- Llorca

Pérez- Llorca / F. Arias

Cuando decía la palabra Cádiz se le iluminaban los ojos. Hacía un tiempo que había decidido venir mucho más por la ciudad en la que nació. Del tren iba directamente a su cuartel general, el Terraza, y, de vez en cuando, a esa improvisada tertulia gaditana que Félix Rodríguez construyó en La Cepa Gallega de Plocia. Se había sumergido en la reforma de la que había sido su casa familiar en la Alameda Apodaca, que le traía todos los recuerdos de su infancia. Cuando se relajó en su frenética actividad profesional, recuperó Cádiz. Rosebud, le dije en una ocasión, en referencia a la película de Orson Welles.

Él, el menor de los tres hermanos, recordaba a los dos mayores, Jaime, el ojo derecho del padre porque eligió la medicina, como él, médico militar y catedrático de Oftalmología, y Leandro, el diplomático, que estudiaban en el Centro Alemán, eliminado tras la Segunda Guerra Mundial, haciendo deporte. Y su madre gritándoles desde el balcón que se pusieran el abrigo. Él, el pequeño, miraba. No tendría la férrea educación germana, sino que estudiaría en San Felipe, en el del centro, que era el que había.

Su otro recuerdo nítido le llevaba a pasear de la mano de su abuelo, el que le metió el virus de la lectura, por esa misma Alameda, dando la vuelta a Cádiz. Ahora volvía a ser su paseo. Daba la vuelta a Cádiz, embelesado. Se maravillaba de la arquitectura singular de su ciudad y pensaba que la decadencia de los años de gloria de Cádiz sirviópara congelar el tiempo y sentir a ratos que paseaba por la misma ciudad que pisaron los doceañistas que alumbraron una Constitución, la primera, que él admiraba como el texto fundacional que es de un Estado moderno y que, a su vez, es germen de un pensamiento que vino después no ya en España, sino en todos aquellos sitios que la tomaron como modelo. Para “un liberal calzado”, como él se definía siguiendo el lenguaje doceañista, ser en una ensoñación uno de ellos le colmaba de placer. Vi a José Pedro Pérez-Llorca por última vez en el Terraza y, cómo no, acababa de bajarse del tren, un viaje horrible, contó, con jóvenes que iban de despedida de soltero y pararon el tren. Un follón. Pero ahora ya estaba en casa y Pelayo sabía cuidarle poniendo en su mesa la comida gaditana que veneraba. Y atún y anchoas por tradición familiar.

Siempre de buen ánimo, Pérez- Llorca, sin embargo, ya no estaba para sus charlas sobre la situación actual, como las que mantenía con Luis Machuca, el profesor de Medicina de la UCA que le presentó en su investidura de doctor honoris causa. “Era todo un honor hablar con un hombre de esta talla, aunque no pensaras como él. Se notaba que era un hombre de diálogo y consenso. Escuchaba atentamente y, eso sí, luego terminaba él”, recuerda Machuca.

Pero si era gran conversador, también era hombre de grandes silencios, entregado a la lectura. En cierta ocasión también hablamos de ello. Enciclopédico, se había puesto a recopilar textos que le recordaran a Cádiz. Lo empleó en su discurso de ingreso en la Real Academia Hispano Americana.

Dibujaba un Cádiz onírico, como aquel que vislumbraba el poeta Jacinto Verdaguer al aproximarse por mar: “Me parece ver surgir de las aguas una ciudad encantada”. También Ulises tuvo que estar en Cádiz si el ombligo de los mares era esta ciudad, una habitación de la ninfa Calipso y que Homero llamó isla Ogigia. Deducía Pérez-Llorca sobre la procedencia de los reyes magos que no había duda de que el incienso y la mirra tenían origen asiático, pero el oro tuvo que llegar de Tarsis, de modo que si el rey Melchor no era gaditano, al menos tuvo que pasar por aquí. Y le afeaba a Cervantes que no trajera al ingenioso hidalgo a conocer la ciudad y prefiriera Barcelona, aunque rescató el único pasaje del Quijote en el que se menciona a Cádiz, cuando Sancho escucha cómo los que embarcan a las Indias cruzan la frontera en la que a todos los que van en el navío les matan los piojos.

Hablar de libros y de su biblioteca gaditana podía llevar el tiempo que fuera neceseario para este estadista que presumía de tener un despacho encima de un pub muy literario madrileño llamado James Joyce. Porque recordaba una vez más a su abuelo Leandro, que le enseñó a poner palotes, leer rápido y a tener mala letra. La misma mala letra por la que las Hijas de la Caridad le daban coscorrones cuando era muy niño. El Rosebud del último ilustrado.

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