El Beni tendrá una estatua en Cádiz
El Ayuntamiento acepta la propuesta para que Benito Rodríguez Rey, cantaor enciclopédico y virtuoso del compás, quede inmortalizado en un monumento a la altura de su genialidad
El Beni tendrá su calle el 4 de octubre
Antonio Vargas cojeaba como Long John Silver en la cocina de La Hispaniola, o como Hefesto, dios griego de la forja de la que nacieron los cantes de fragua. Lo llamaban El Cojo Peroche. Por las noches se vestía de bandolero para hacer de portero en un tablao de Cádiz donde cantaba con media lengua y bailaba con toda la gracia cojitranca del mundo. Era el hermano del gran Manolo Vargas, pero sobre todo era compadre inseparable del mayor genio natural que ha parido la gracia gaditana: el Beni.
Un día, el Beni y el Cojo Peroche pasaron por delante de la casa de Pemán, y tras leer en voz alta la placa de la fachada –“En esta casa nació el insigne poeta...”–, el Beni le preguntó a su compadre: “Cojo, ¿qué pondrán en mi casa de la calle Hércules cuando yo me muera?”. El otro le respondió con todo el ‘age’ del mundo: “¡Se vende!”.
El Beni fue, además de un gran cantaor y un virtuoso del compás, el mejor contador de historias de Cádiz. Palabras mayores. Muchas eran anécdotas verdaderas, como cuando conoció a Fleming, que tenía los ojos “como dos focos de un Land Rover”, y lo saludó así: “¡Peaso de monstruo! ¡Qué de miles de almas has salvado, coño, qué barbaridad, hijo!”. Y muchas eran fantasías, como cuando contaba que a los leones de Correos se les cerraron las bocas en la explosión de las minas del 47. O como cuando enseñaba el reloj y contaba que una vez pescó en La Caleta una mojarrita tan chiquitita que la devolvió al mar, y al año volvió a echarle el anzuelo por casualidad: “Beni, ¿te acuerdas de mí? Soy la mojarrita que tiraste al mar, y te he traído este reloj de Ceuta”.
Sus cantes condensaban las esencias más puras de Cádiz. Cuando se arrancaba por alegrías, de su garganta brotaba verdaderamente una mezcla de viento, luz y mar. Escrito está. Cádiz –lo dijo él mismo– le enseñó a interpretar el sentido de la vida, la importancia de muy pocas cosas, el escaso valor del tiempo. El mundo entero giraba en torno a su tacita, donde El Beni cantaba bingo por soleares y ladraba desde el patio de butacas para acojonar a Manolo Caracol, antes de que Lola Flores se lo llevase en una carretilla, borracho sin puntilla. A Benito la fama le vino de la mano de estos dos gigantes flamencos, que lo contrataron como bailaor, pero nos equivocaríamos de plano si encapsulamos su figura en la periferia de los genios o en los márgenes de la gracia y la espontaneidad.
Benito Rodríguez Rey, nieto del Niño de la Isla, nació en el barrio de El Mentidero el 26 de enero de 1930, en una noche de ventarrón y relámpagos. Su madre, que era medio bruja, le dijo “hijo mío, así como naciste te vas a morir”, y no pasaba un 26 de enero sin que El Beni se enclaustrara en su cama, temblando bajo 12 mantas y rezando por que no saltara el levante.
Fue un cantaor enciclopédico, dotado de una voz dúctil y modulada, con un talento sobrehumano para convertir cualquier palabra en arte. La difícil facilidad. De las profundidades de su garganta emergía un alma desgarrada. Conjugó la savia del clasicismo con los impulsos de la renovación. José Antonio Hernández Guerrero, catedrático de Literatura gaditano, escribió un resumen certerísimo de esto mismo que yo digo: “Hermanó el duende con el ángel, las vibraciones del drama con la chispa de la gracia. Artista exquisito, frágil y refinado, extraía raíces de sensibilidad de las profundidades de las penas y de los impulsos de las alegrías”.
La Cátedra de Flamencología y Estudios Folclóricos Andaluces de Jerez le otorgó su máximo galardón, el Premio Nacional de Cante. Y logró las tres primeras medallas del Concurso Nacional de Córdoba, así como el reconocimiento al mejor cantaor. Cosa que nadie ha logrado repetir, como nos recuerda su hija Carmen. Y sin embargo, El Beni, un artista capital de la música española, no tiene aún un monumento a la altura de su genialidad en su tierra. “Nadie explica por qué Beni no tiene una estatua en la ciudad de las bayaderas”, dice Raúl del Pozo, que lo conoció bien. Raúl le escribía los guiones a Jesús Quintero, que encontró en el Beni su primer y mejor perro verde.
Pero esa injusticia está a punto de corregirse, por fin. Mucho de lo que hoy les cuento apareció primero en la revista musical Rockdelux. Aquel artículo en el que yo reclamaba una estatua para el Beni lo leyó con interés el alcalde de Cádiz, Bruno García. Y aquí viene la noticia: el Ayuntamiento acepta la propuesta “al 100%”, como me comunicó en persona el propio García. “Y ya estoy buscando ubicaciones”, me dijo una mañana de julio en Madrid. Entonces fue cuando hablamos de esta tribuna que tan amablemente acepta publicar Diario de Cádiz. Para dar fe de la buena nueva y, por qué no, para comprometer un poquito al alcalde. Que no hay por qué dejar que pase el tiempo.
Todo lo que contaba Benito venía rematado por la gracia, por la cadencia magnética de los grandes habladores, en la senda de Pericón. Por ejemplo, explicaba que fue un día al cine con su inseparable compadre para ver una película del Oeste, y al ratito de empezar ya habían matado por lo menos a cien indios. Entonces, el Cojo Peroche le dijo: “Benito, cúbreme, que voy a ir al retrete”. Otro día improvisó sobre el escenario, cantándola por fandangos, una idea genial: quería reciclar los tranvías de desguace de Valencia para ponerlos como chiringuitos por la costa de Cádiz, junto a su amigo ‘Rebujina’. Y otro día le dijo a Lola Flores que llegaba tarde al teatro porque venía muy asustado por lo que había visto: “¡Una pareja comiéndose la boca en plena calle!”. Cuando Lola le dijo que no había nada de extraño en eso, Beni respondió: “¡Sí, pero es que era una pareja de la Guardia Civil!”.
Lo llamaban “el Vittorio Gassman del flamenco”. Era generoso, disparatado, surrealista y chispeante, discípulo de la escuela peripatética de La Caleta. Siempre andaba contento y cantarín como un jilguerillo. Se reía hasta de su sombra y yo sospecho que por eso llegó un momento en el que no se lo tomaron tan en serio como merecía. Al final, el gran público lo conocía más por su facilidad para la improvisación –con él, los guiones acababan siempre en la papelera– y por su elegante desvergüenza que por su capacidad musical.
Y le debemos un homenaje a su altura. Preguntadle por El Beni a J de Los Planetas, preguntadle a Kiko Veneno, o a Rocío Márquez. O a los Pony Bravo, que versionaron unos tientos morunos suyos en la Zambra de Guantánamo. Igual que el mundo ‘indie’ homenajeó a Bambino, igual que los nuevos flamencos veneran a Agujetas o a Pastora, también es hora de hacer justicia con el Beni de Cádiz, patrimonio cultural inmaterial de nuestra huella sonora.
Yo el monumento lo pondría en el Parque Genovés. Qué mejor que en la calle Beni de Cádiz. Me lo imagino férrico y desafiante sobre un pedestal mientras canta por bulerías a compás, siempre a compás, y mirando al mar con esa cara de patricio romano guasón, con el ceño arrugado en pleno quejío. Han pasado casi 33 años de su muerte y yo le propongo desde aquí al Ayuntamiento que iniciemos este mismo mes de agosto una cuestación popular para darle el sitio que se merece. Nos puede ayudar Cemabasa, con la que me consta que ya ha habido contactos. Nos ayuda muchísimo esta ilustre casa, amplificando hoy aquí la propuesta. Nos pueden ayudar todos cuantos quieren al Beni, mito y cima del realismo mágico gaditano. Del Mentidero era.
Ahora en la casa del Beni no pone “se vende”, sino que hay una placa celebrando “que llevó por el mundo el arte de su Cádiz natal en la alegría de su voz”, y en la de Pemán han quitado la suya. Las vueltas que da la vida. Pero Benito Rodríguez Rey, natural de Cádiz, artista que dejó una huella imborrable más allá del flamenco, merece mucho más que eso. Merece una estatua y yo ya he roto la hucha. Ahora le toca al Ayuntamiento rematar la faena.
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