La ayuda inglesa que nunca llegó pese al nuevo asedio francés a Cádiz
Crónicas del Trienio en Cádiz
Al contrario de lo sucedido en la Guerra de la Independencia, Gran Bretaña optó por no intervenir ante la invasión francesa que acabó con el Trienio
Junio de 1823, el asedio llega otra vez a Cádiz
Las relaciones entre España y Gran Bretaña durante el primer cuarto del siglo XIX fueron de gran complejidad, comprendiendo varias fases radicalmente distintas unas de otras en tan pocos años. Al comenzar dicho siglo y como epítome a las guerras marítimas de tiempo atrás, coaligados con Francia sufrimos en 1805 la fuerte derrota naval de Trafalgar, en realidad un empate técnico solo que España perdió la mayor parte de su flota y los ingleses, en cambio, disponían todavía de muchos más navíos. Solo tres años después, pasaban a ser aliados nuestros frente a Napoleón en la llamada Guerra de la Independencia, donde Inglaterra nos ayudó a vencer a los franceses, aunque, eso sí, de forma bastante interesada y no siempre leal.
Un nuevo giro supuso, acabada dicha guerra, el relativo retraimiento británico en nuestras cuestiones internas, pues Inglaterra se hallaba mucho más atenta al desarrollo de la independencia de las nuevas naciones hispanoamericanas frente a España, sobre las que pronto empezó a gravitar su influencia. Con todo, una vez triunfante la Revolución de 1820 en nuestro país, los ingleses se situaron en una postura vigilante aunque distante, pues, si bien nunca vieron con buenos ojos la Constitución de 1812, tampoco deseaban que se rompiera el equilibrio en una Europa altamente conservadora.
Cuando Francia, con la aquiescencia de las potencias europeas, acordó su intervención en España para acabar con nuestro sistema constitucional, lord Wellington, representante inglés en el decisivo Congreso de Verona, mostró cierta ambigüedad. Aunque hizo una encendida apología de la tradicional resistencia española, en el fondo, no dejaría de admitir que una intervención francesa podía fácilmente convertirse en un paseo militar, como realmente ocurrió. Por consiguiente, la conducta de Wellington en aquel Congreso se amoldó a todo lo que podía esperarse de un firme convencido de la no intervención inglesa, a pesar de que, a fin de impedir esa intervención, hasta el último momento trató de obtener del gobierno español la promesa de una reforma de la Constitución que ampliara los poderes y atribuciones del Rey, “condición esencial de su viabilidad”.
La calculada inhibición británica
Fundamentalmente, hay que tener en cuenta que Inglaterra aunque trataba de impedir a toda costa que España volviera a recobrar su plena soberanía en América, tampoco nos descartaba una hipotética ayuda, recelosa de que una posible intervención francesa pudiera hacer peligrar los intereses británicos en nuestro país. En el fondo, un cínico proceder dentro de la más pura tradición en la diplomacia clásica, pues, dentro de lo que cabe, William A’Court, embajador inglés en Madrid, aprovechó la ocasión para asegurar el comercio inglés por medio de un tratado favorable y, ante los cada vez mayores riesgos que amenazaban al gobierno español, buscó el apoyo de los diputados españoles de más prestigio y, también, de la masonería a fin de abordar una hipotética reforma de la Constitución. Con esta misma finalidad vino a España lord Somerset, secretario de Wellington, con un memorándum que acabaría estrellándose contra el artículo 375 de nuestra Constitución, que impedía tanto alterar como reformar cualquier otro del texto constitucional hasta pasados ocho años.
Pero, cuando la situación para España se hizo casi insostenible tras la invasión de Angulema, el embajador no estableció su residencia en Cádiz sino en Gibraltar, en un claro gesto de displicencia hacia la causa constitucional hispana que no dejaba lugar a dudas. Aunque se hicieron algunos tímidos contactos en términos bastante imprecisos, lo cierto es que el 3 de septiembre el Gobierno de España recibió una misiva de A’Court desde Gibraltar desechando, de forma algo desabrida, cualquier posibilidad de mediación en el conflicto contra Francia. Para ello argumentaba, en su descargo, que el propio Angulema le había hecho ver que no contaba con instrucción alguna para acceder a ello. Tras un nuevo intento, todas las esperanzas definitivamente se desvanecieron el día 14, cuando A’Court se negó rotundamente a intervenir en ningún tipo de mediación en nombre de su gobierno. Es más, en uno de aquellos vanos intentos por atraerse el favor de los ingleses, Fernando VII, en su Diario, pone en boca de uno de sus ministros, Fernández Golfín, que, a corto plazo, el monarca iba a dar con alguna forma de solución al conflicto. Una ingenuidad más de aquel gobierno liberal que pronto se vería fatalmente desmentida.
Resultaba evidente, pues, que Inglaterra, desde el primer momento en que se planteó el conflicto, tenía bien claro qué partido tomar. De un lado, no quería desmarcarse abiertamente de las potencias europeas, pero, de otro, trató de no comprometerse demasiado con Francia, habida cuenta de que, para sus intereses, en el fondo prefería un gobierno liberal, por muy poco consistente que fuera, ya que de esta forma siempre cabría la posibilidad de que solicitara su ayuda.
Sir Robert Wilson
En aquellas circunstancias, el gobierno español seguía sin desechar cualquier intento que posibilitara internacionalizar el conflicto a dos bandas, llegándose, por ello, a confiar hasta el último momento en una ayuda inglesa que, como veremos, nunca llegó y que no pasó de ser un vago proyecto, apoyado más por la vía particular que por los debidos cauces correspondientes. Si la presencia inglesa en España fue eficaz y determinante durante la Guerra de la Independencia, en el Trienio Gran Bretaña se limitaría a jugar un papel de mero espectador ante lo que estaba ocurriendo.
Por tanto, no podemos referirnos en propiedad a una ayuda oficial, tan solo a algunos intentos oficiosos relativos a iniciativas privadas y, aunque no prosperaron, sí es cierto que hubo gestiones para formar un ejército extranjero que, como aliado del gobierno español, combatiría contra Angulema. En todo ello sobresale la figura, un tanto romántica y aventurera, de sir Robert Wilson, cuyo entusiasmo y excentricidad no eran precisamente el tipo de auxilio que necesitábamos en aquellos momentos. Wilson no era un desconocido en la Península, pues en 1808, al frente de la Legión Portuguesa, había entrado en contacto con los mandos españoles, para luego, a partir de 1815, participar en diferentes misiones diplomáticas, mostrándose siempre simpatizante con la causa constitucional española.
El 31 de mayo de 1823 se llegó a firmar en Sevilla un convenio entre el ministro Calatrava, representado por Luis del Aguila, brigadier de Estado Mayor, y el representante de Wilson, Mr. Bristow. Dicho convenio, autorizado por las Cortes, constaba de veinte puntos y tenía por objeto la formación de un cuerpo de ejército de tropas extranjeras al servicio de España que no pasarían de diez mil hombres, siendo la tercera parte de caballería. Sus servicios sólo se prestarían durante el tiempo que durase la guerra o, a lo más, con la prórroga de un año si lo estimara el Gobierno.
Wilson ostentaría el grado de teniente general del ejército español, debiéndosele otorgar este título una vez que desembarcase en la Península la cuarta parte del contingente de tropas estipulado. También tendría la potestad para nombrar jefes , oficiales y las vacantes que se produjeran.
En lo relativo a la disciplina regirían las leyes impuestas por el propio Wilson, previo consentimiento español. También se comprendían otros aspectos varios como los relativos a financiación, derechos, socorros a viudas y demás familiares... Por un artículo adicional, “si acabado el servicio de este cuerpo quisiesen algunos de sus individuos restituirse a su país, les proporcionaría para ello el gobierno español los transportes necesarios”.
Sin embargo, a pesar de todos estos buenos propósitos, este convenio no se materializó tal y como se esperaba. Recelos mutuos, dificultades técnicas de última hora y la larga sombra de la diplomacia inglesa así lo impidieron. Por su parte, Wilson acabaría sus servicios a la corona británica como gobernador de la plaza de Gibraltar en 1842.
Tímidas iniciativas particulares
Visto lo cual, cualquier muestra de apoyo británico seguiría viniendo solamente por vía particular y sin ningún respaldo oficial de su gobierno. Ahí queda la propuesta de John Doyle, comandante del vapor ‘Real Jorge’, consistente en que no se exigiera a dicho barco derecho alguno de puerto mientras se ofreciese a llevar de balde la correspondencia del Gobierno desde Cádiz, con las lógicas garantías que cabía esperar en los correos de gabinete. No faltó, tampoco, el apoyo popular por parte londinense, pues el 1 de agosto, en la Sala Capitular del Ayuntamiento gaditano, se acordó debatir los términos de una exposición de agradecimiento dirigida al Ayuntamiento de Londres con motivo de la suscripción que se había abierto en favor de España. Aunque poco después llegó a Cádiz lord Grenville, en calidad de representante de la comisión nombrada por la junta de suscripciones para el socorro de “los compatriotas constitucionales “, poco fruto dio esta iniciativa: solamente algunos fusiles y tres libras esterlinas de la casa Hunt.
Sólo ya muy tarde, el 25 de septiembre, vino algún tipo de ayuda efectiva, cuando arribó a Cádiz la goleta ‘Blanquita’ con quinientos fusiles, cincuenta barriles de pólvora y un número considerable de vestuario y equipo. Todo ello no correspondía más que a una pequeña parte de aquella aportación personalizada en el general Wilson.
De esta manera concluyó la esperada ayuda inglesa, de efecto desolador y que dejaría a España sola a merced de las tropas de Angulema, destinadas a poner fin a la aventura constitucional del Trienio.
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