V Premio Federico Joly

Rafael Manzano: "Todo mi amor al clasicismo se lo debo a mis paseos por Cádiz"

Rafael Manzano ofrece un emotivo discurso en el V Premio Federico Joly.

Rafael Manzano ofrece un emotivo discurso en el V Premio Federico Joly. / Julio González

Profundamente emocionado, con esa nobleza y sencillez que enaltece aún más a los grandes genios de la historia, y el enorme derroche de gaditanismo que lo atan fuerte a esta tierra, el arquitecto Rafael Manzano recogía ayer el V Premio Federico Joly que patrocina la Fundación Unicaja, y que recibió en el Parador Atlántico de la capital gaditana de la mano del presidente del Grupo Joly, José Joly, y de la Fundación, Braulio Medel.

Arropado por todos los suyos, numerosos amigos, familiares y alumnos, lo tomó como un regalo “a este pobre hijo pródigo”, “como un homenaje a mis padres, ambos gaditanos, profundamente enamorados de la ciudad, y especialmente en el recuerdo de mi madre, que me transmitió su eterna nostalgia de una gaditana profunda que no pudo vivir en su ciudad más querida”.

El prestigioso arquitecto de las lenguas vernáculas y defensor a ultranza del clasicismo en la arquitectura, tampoco vive en su Cádiz natal desde que se trasladó siendo muy niño a Jerez por los negocios de su padre. Sin embargo, “a Cádiz se lo debo todo, aunque Cádiz a mí nada me debe”, desgranó entre hermosas palabras repletas de sabiduría e historias gaditanas legadas por sangre.

Quiso hablar de su padre, “un hombre profundamente reflexivo, que hizo política local con don Ramón de Carranza y fue elegido concejal en abril del 31”; y de su madre, “gaditana genial, artista intuitiva, copista de Caravaggio, que me inició en las artes del dibujo, y me transmitió su amor y nostalgia por Cádiz, pues nunca llegó a asumir su traslado a Jerez”.

Pero también de su abuelo, cuya historia está grabada a hierro en esta ciudad, y nunca mejor dicho, pues tuvo un pequeño astillero en Puntales y creó una fundición que luego adquirió Vigorito. Entre los guiños cómicos que iba insertando con toda la naturalidad que lo caracteriza, Manzano contó la anécdota que protagonizó su ancestro y que incluso se publicó en este rotativo, siendo objeto de las coplillas del Carnaval de Cádiz, “cuando construyó un pequeño barco de cabotaje en el corral de la Catedral Vieja, y lo intentó botar de madrugada”, encallando finalmente en las vías del tranvía, delante del Ayuntamiento de Cádiz. “A Cádiz se lo debo todo”, insistía, “desde mi primera luz en que me deslumbró su salada claridad, ya me donó esos especialísimos carismas con que marca a sus hijos más queridos: una cierta vis oratoria, un sentido del humor congénito y un talante profundamente liberal”.

De todos ellos hizo alarde a lo largo de un sentido discurso en el que reconoció que a la belleza de las iglesias de Jerez donde su padre lo llevaba a diario, “a sus bóvedas nervadas y a la arquitectura jerezana”, le debe su vocación de arquitecto e interés por el gótico tardomedieval y el plateresco, esgrimió. En cambio, “a los paseos gaditanos y a su arquitectura, en cierto modo complementaria a la jerezana, debo todo mi amor al clasicismo y al barroco”, el mismo que ha elevado su nombre a los altares de la arquitectura clásica, como buen merecedor que fue del Premio Driehaus.

Pero la grandeza de su vida y obra se prolongó a otros lugares como Alhama de Granada, donde se enamoró “de una prima mía y del arte nazarí”, poco antes de iniciar su carrera de Arquitectura en Madrid, “con gran sacrificio económico de mis padres”. Fue allí donde encontró a sus grandes maestros: Torres Balbás, Gómez Moreno y Chueca, ““que reafirmaron mi interés por la arquitectura hispano-musulmana y el mundo clásico”.

Hasta que finalmente desembocó en Sevilla, “la vieja capital del reino donde nací, donde he impartido docencia en su Escuela de Arquitectura y he tenido grandes discípulos”, muchos ayer presentes. Después de haber trabajado en casi todas las Andalucías, añadió, “no dejo huella perceptible en mi ciudad de origen”, aunque participó en los discursos de la conservación de no pocas obras de envergadura como “nuestra marmórea Catedral o el muelle de contenedores”.

Se vanaglorió de la trascendencia de la ciudad más vieja de Occidente, “Cádiz siempre alegre, siempre feliz, siempre ingeniosa hasta la genialidad, la Iocosae Gades”. La ciudad a la que Afrodita huyó y fundó su santuario; la cuna de las Cortes Constituyentes, la infranqueable por las tropas francesas, cuando tomaron el trocadero, “que fue el origen en Cádiz de nuestro Federico Joly, cuyo padre era uno de aquellos soldados franceses”.

Y si a alguien le quedaba dudas de su origen, “¿Cádiz?, ¿Jerez?, ¿Granada? ¿Sevilla?”, respondió que es de “Puerto Real, ese lugar de la Bahía donde veraneaba en la bellísima casa de mi abuela”, cuyo mobiliario, pintura y paisajes románticos de los Fedriani y Godoy el Mudo, envueltos en su arquitectura, marcaron por siempre su sensibilidad. “No puedo ser más que producto netamente de esta tierra”, aclaró, “y por eso doy las gracias, amigos y paisanos, por haberme devuelto como hijo pródigo a mi ciudad, al alcanzar yo una edad en la vida, en la que conviene que todas las cosas vuelvan a su origen”.  

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