Marea 12

Era 6 de septiembre de 1622 cuando un huracán hunde ocho barcos de la flota de Tierra Firme. Entre ellos, se pierde el galeón 'Nuestra Señora de Atocha' y junto a las inmensas riquezas que transportaba, se perdieron 265 vidas

Marea 12

01 de junio 2013 - 01:00

IMA y Potosí eran ciudades brillantes que quedaron grabadas en mis ojos. No solo por los hermosísimos colores de los trajes de los indios, siempre sonrientes y felices a pesar de la crueldad de nuestro trato, más bien por aquellos sonidos de ocarinas y flautas que se mezclaban con el silbido del viento.

Grandes extensiones dadas a los colonos, aparecían llenas de hojas de tabaco, café y chocolate, todo a espuertas para ser llevado a la madre patria. Pero lo que resultaba más impresionante para todos, era contemplar la inmensa riqueza de la ciudad de Potosí. Los hijos de la tierra, salían del monte al que todos llamaban Cerro Rico, cerro magnifico de donde llenar nuestros hermosos barcos y navíos para tomar rumbo a España. Yo venía de Cádiz, cargado de suministros para esos colonos, y las bodegas de los navíos entonces vacíos, se llenaban de plata, oro y otros productos de vuelta a aguas gaditanas. Molinos, guairas y cárcamo para sacar el bello metal de las fauces del infierno. Llevar una montaña de plata a través del océano.

Nuestro destino era esperar aquellos ríos de mulas en Panamá, que como regueros de hormigas negras atravesaban el istmo para traer a puerto los hermosos tesoros. Tanta era la cantidad de riquezas que tuvimos que cargar en los galeones que se prolongo nuestra estancia en más de dos meses.

Para el viaje de regreso dividieron las flotas y nos recompusieron los navíos en La Habana, entonces, montamos hacia la corriente del Golfo y tomamos rumbo norte por la costa de la Florida. Ese era el punto en que los pilotos giran hacia el este, el punto en que desde la distancia nos encontramos a la misma altitud que España.

Y si era cierto que temíamos a los piratas, no era menos cierto que nos asustaba enfrentarnos a los piratas, y todos intuíamos que se acercaban esas fechas malditas para los marineros, en la que la ira del viento y de las olas se aliaban contra los marineros.

Nuestra flota cuenta con dos galeones guardias fuertemente armados que nos defienden de los bucaneros del mar. Y es cierto, el Amaranto protegía nuestra retaguardia, y la capitana siempre al frente de cualquier contienda. Pero de los impetuosos huracanes y tifones de esta costa de la Florida, no hay quien nos proteja.

No importaba a nadie la posibilidad de que nuestros barcos se enfrentaran a esas fuerzas, solo la avaricia de seguir cargando con enormes riquezas y tesoros las naves, nos impedía partir. Parecía infinito ese incesante llegar de mercancías preciosas, las que contaban en los papeles y las que entraban de hurtadillas sin que nadie las anotara.

Apenas hace unos meses, creo que puedo asegurar que era mayo, llegamos a Portobello, donde los tesoros de Lima y Potosí seguían llegando. Tal era la cantidad que llegaba que hasta finales de Julio no estuvimos preparados para salir hacía La Habana. Entonces ya era del dominio de todos, que la época de los huracanes había comenzado.

Todos los nobles y ricos pasajeros querían montar en mi navío, era tal la escolta que llevaba, la infantería y los cañones, que era garantía de protección para sus tesoros.

Era 4 de septiembre cuando salimos rumbo a España. Las esmeraldas, los lingotes de plata y cobre, los hermosos discos de oro, el índigo azul que parecía relucir por encima de los cofres y baúles, los fardos de tabaco, los cañones de bronce, las hermosas joyas labradas, se agolpaban en las bodegas. Hacía calor, y el viento estaba en calma.

Una tras otra, levamos anclas y nos dirigimos a los cayos de la Florida y como si se hubiera propuesto el destino arrancar de golpe nuestro sueño de volver a casa, la mar empezó a levantarse y el oleaje encrespado metía el agua en el barco. La corriente del Golfo se convirtió en una trampa. No fuimos capaces de conciliar el sueño. La vigilia y el rezo convirtió a los hombres del galeón en fantasmas y al amanecer el viento nos llevaba hacía más allá de las Tortugas.

Toda la fuerza de la tormenta cayó sobre la Santa Margarita, la Rosario y el Atocha. La arboladura cayó al mar y las velas y aparejos se rasgaron. Flotábamos sobre las inmensas olas sin control, como trozos de maderos sobre un riachuelo. La corriente nos lanzaba sobre los peligrosos arrecifes.

Y entonces entendí, al sentir que la nave se encrespaba encima de las olas que mi vida había terminado. Las grandes riquezas extraídas por esos hombres que aquí consideran bestias de carga, cayeron al abismo del océano.

De nada sirvió la sangre derramada por los indios de la mita, ni los latigazos recibidos por los tratantes de esclavos. De nada el tormento de aquellas mulas que al calor húmedo de la selva, transporto día y noche las verdes y brillantes esmeraldas de Colombia.

Todos tuvimos el mismo destino, sin tumba que señalaran nuestro sitio de morada, sin cruces ni flores que señalaran que alguien nos amo y nos recuerda aun después de muertos.

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