Marea 16 La batalla de Rande
El 23 de Octubre de 1702, en plena guerra de Sucesión, una flota anglo-holandesa atacó a la española de Velasco y Tejada, al olor del oro y las riquezas americanas. Una trampa mortal para más de tres mil hombres, en aguas de la hermosa Galicia
ON las aguas tan transparentes y limpias, que aún ahogado y hundido en sus profundidades, el sol ilumina mi rostro. Y no solo la nitidez me mantiene atento a pesar de la muerte, es la frialdad de su tacto y el canto de las miles de aves exóticas que transportábamos las que alivian mi falta de aire.
Apretado a las cuadernas con los viejos cabos, miles de hombres soportamos los envites de ingleses y holandeses, cuando apenas veíamos la hermosa ría gallega. Si Tejada hubiese aligerado la partida desde México, sí hubiese aceptado una mayor escolta que la que nos prestaron los franceses. Y si no hubiesen sido ellos los que con su bandera hubieran alertado a los ingleses. Ya no tiene remedio, y lo entiendo mientras sumergido veo como las olas mueren en las hermosísimas islas Cies. No tiene sentido pensar en la ambición de Velasco por cargar hasta el puente de cuanto pudiera ser vendido. Ahora, cuando siento hundirse a mi lado a estos hombres valientes que confundirán el polvo de sus huesos con la blanca arena del Atlántico.
Llovía mucho, como si las brujas que pululan por estos lugares del fin del mundo enviaran a voluntad el granizo, los vientos y los rayos. El día propicio para encontrar la muerte entre las aguas benditas de mi tierra. La misma lluvia que impedía que quemáramos los barcos a pesar de que las órdenes eran tajantes. Los enemigos no debían hacerse con los tesoros que traíamos desde las Indias y que eran esperados en puerto por más de mil carros de vacas para llevar hasta la Corte.
No merecíamos este mortal recibimiento, después de haber sorteado toda clase de suertes durante la travesía. Después de escapar de corsarios y piratas por el Caribe. Soportar un brote de fiebre amarilla que obligo a poner en cuarentena a dos bajeles de la flota de escolta el Volontaire y el Dauphine. Pena de los cuarenta y seis cañones por navío que quedaron sin brazos para ser encendidos y disparados. Más de cien apestados lanzados por la borde antes de llegar a las Azores. Más de otros treinta compañeros marinos victimas del mal francés que no sabía discernir si se posaba en simples soldados y hombres de mar o grandes capitanes y señores pudientes.
Tanta preocupación por alcanzar los puertos de Cádiz o Sevilla, tanto temor a los ingleses, que la decisión de dirigirnos al puerto del Ferrol pareció la más prudente. Quién iba a discutir si era el mejor lugar para el atraque cuando el José Sarmiento y Valladares, nacido en esos lares, viajaba con nosotros y su familia, observo que era el lugar más seguro para llegar a tierra. Él conocía lo esplendido del carácter pontevedrés del que fuimos testigo con solo entrar en la ría y comprobar como las aguas se llenaban de velas amigas, mientras que íbamos fondeando en San Simón.
Nosotros no conocíamos los terribles problemas de sucesión que se estaban produciendo en el reino. Ni sabíamos que la flota de Rooke, ultrajada por los gaditanos llevaba la ira en las velas y el odio clavado en las jarcias y aparejos de sus barcos. No llegaba hasta estas costas el olor a quemado de los mástiles, y por tanto no sabíamos de la cólera que los ingleses acumulaban en sus bodegas. Nos convertimos en su propósito, en el objetivo de sus miras, en la única oportunidad de aliviar el fracaso de su ataque a Cádiz y caer en desgracia ante el rey inglés.
Las rías gallegas se llenaron entonces de banderas británicas hasta que descubrieron en la de Vigo nuestra flota. Aquellos hombres más de cien mil infantes deambulaban por los pueblos buscando los tesoros, asaltando los carros que pudieron cargarse rumbo a Toledo, Valladolid y Madrid. Y no cansados de ejercitar su soberbia. Entendiendo que quizás no pudieran hacerse con el botín de todos los barcos, arremetieron contra las iglesias de las villas.
Entre Vigo y Rande, todas sus fortalezas y defensas quisieron apoyarnos. Pobre fuerte de San Sebastián que soporto el infierno que se aproximaba entre la bruma.
Aquellos paisanos que morían sin tocar las aguas de su ría, que eran capaces de coger las armas de los que yacían muerto para continuar la defensa de sus tierras. Acaso podríamos olvidar las torturas a las que fueron sometidos nuestros jóvenes y mujeres por piratas en otros tiempos, aquellos piratas y corsarios que amparados por la reina inglesa arrasaba nuestros concejos.
Es Octubre de 1702 y mi cuerpo sin vida reposa en el lecho del mar donde mis mayores mariscaron. Este mar frio que vio llegar en la mañana desde la pequeña capilla de Donón los cientos de navíos ingleses que buscaban nuestra muerte. Un palo con un tizón sobre la blanca pared de la capilla, por cada barco que se adentraba en nuestra ría.
Las playas de Moaña se llenaron de ingleses y holandeses y las baterías en una noche sin luna llena de una bruma profunda que flotaba sobre las aguas. Solo de vez en cuando la luz tibia de los faroles y los hachones adheridos con soga a la proa del barco.
Sonaban las andanadas mientras los hombres asustados deambulaban por la cubierta de los barcos con el sentido perdido entre lo que creíamos la destrucción absoluta de nuestra flota. Hojas de tabaco, especias y aves de mil colores salían despedidas de los barcos mientras explosionaban al compás sinuoso en el que las olas se precipitaban sobre la bahía.
Santo Cristo de Maracaibo hermoso navío que se partió en dos entre los percebes y las nécoras de las dulces Cies. Galeón español que nos arrastro a remolinos hasta las profundidades atlánticas entre cajones y arcas de monedas y alhajas.
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