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Diario inédito de un relator apócrifo

Isla de León, 30 de Julio de 1810. Las crónicas de Cádiz

  • Resumen capítulo anterior: En Julio el calor en Jerez se hace insoportable, sobre todo en el correccional de Belén, antes convento, donde están llevando a los presos españoles. Todos los ciudadanos están avisados de que deben prestar vigilancia y denunciar a todos los hombres desleales al gobierno bonapartista. Es tarde para reparar lo hecho y Diego de Ustáriz se arrepiente de no haber intentado escapar cuando pudo hacerlo.

Cinco días pasan desde aquel jueves pasado en el que el alba trajo aires de libertad a pesar del pesimismo que había calado en mi alma en noches anteriores. Cinco amaneceres que me habían llevado desde las fauces tremendas de los infiernos a la clara luminosidad de esta Isla. Noches de acercamiento a mi hogar, a los brazos de María y a la sonrisa desconocida de Eduardo.

Me aterrorizaba despertar esa mañana del día veintiséis, aquella mañana en la que al amanecer seríamos trasladados a Jerez para realizar obras para los ejércitos franceses o para ser ejecutados sin compasión por los mismos hombres a los que intentábamos echar de la península. Pero la mañana llegó sin que ninguno de nosotros, los hombres, postrados en los catres de madera, hubiéramos conciliado el sueño por el temor a lo incierto que traería el amanecer. Hacía un calor pegajoso, un calor húmedo que traía olores a enfermedad y mugre que se colaban por los resquicios de los barracones. Sentía la soledad más inmensa que jamás he podido percibir dentro de mi alma. Hasta ese momento, el momento justo en que tocaban diana, no me había percatado de lo acompañado que había estado hasta ese instante. Fray Damián, el padre Lucas, la misma Carmela, los impresores, la gente que trabajaba en el campamento del Pinar, habían logrado transformar mis días de preso en algo parecido a una vigilia, a una espera, a la espera de un tiempo mejor donde fuera posible huir, escapar hacia la tierra libre y española. Ahora ya nada de eso quedaba, me encontraba terriblemente solo, rodeado de hombres heridos y hambrientos que apenas cruzaban miradas, que no hablaban, sólo asentían o negaban ante algunas de las cuestiones que a veces alguien se atrevía a formular.

El cielo, de un azul irrepetible, se abría paso entre las raídas telas de las tiendas. Como si fuéramos muertos vivientes nos pusimos en pie, enderezamos nuestras viejas vestiduras y formamos filas mientras los dragones nos empujaban hacia un lado y hacia otro sin saber bien dónde ubicarnos.

Mi olor era nauseabundo, no recuerdo bien cuándo fue la última vez que pude afeitarme, enjuagar mis manos y mi rostro sobre agua tibia o colocar sobre mi espalda una camisa blanca y planchada. Tampoco recordaba cuándo había comido algo mejor que la dura menestra que, mezclada con agua, dejaban caer en los platos de barro sucios y resquebrajados. Me dejaba llevar por el vaivén de la fila infinita que adornaba el margen derecho del camino hacia el Portal, un camino que recorrí al contrario, cuando mi pluma y las hojas de mi diario contaban cosas en las que yo no era el protagonista. Este diario, en el que ya hay más hojas sueltas que atadas o cosidas, este diario que intento guardar entre la poca ropa que llevo, a costa de mi vida. El camino poco tortuoso permitía el paso de carretas, coches, calesas y caballos, un camino seco y polvoriento por el que transcurrían de forma frenética armamento y municiones para algunos de los puntos estratégicos desde donde estos bárbaros destruyen a nuestros compatriotas. Seguíamos la orilla del Guadalete y los soldados estaban preparados para cualquier contratiempo, parecía que el temor a las emboscadas les aterraba. No había nada a que estos soldados temiesen más que a los guerrilleros españoles. Mientras caminábamos, arengados continuamente por los gritos franceses, con las manos atadas a las espaldas y los pies descalzos sobre el hiriente camino, cualquier movimiento en el margen de la calzada era motivo de pánico entre los soldados, que disparaban al aire intentando disipar cualquier atisbo de ataque.

Las vides estaban secas y arrancadas de cuajo del suelo. La sequedad de la tierra contrastaba con la hermosura del cielo y la inmensidad de los campos que, desiertos de animales, parecían yermos, cansados y atribulados ante tanto dolor y muerte. Las ventas, que en otra hora rezumaban algarabía y salero, ahora andan huecas de vida, llenas de un vacío irremediable de puertas cerradas, de vanos de ventanas caídos, sin niños que jueguen en los zaguanes de los cortijos, sin cigüeñas que aniden en las espadañas de las iglesias, sin el gentío de las ferias y de las romerías, sin los caballos hermosos que pastaran libremente por estos campos de Andalucía. Una Andalucía única que estaba siendo sesgada por la destrucción y el latrocinio. Tierra de hermosísima belleza que ya no reconocía; el humo de las casas incendiadas, los cortijos olvidados de la mano de los hombres que los trabajaran con ahínco, los pastos esquilmados y las siembras arruinadas daban el aspecto de un lugar fúnebre y difunto por el que las plañideras debieran llorar de forma infinita. Sin embargo, la necedad de la guerra ha secado los ojos de quienes pueden llorarla, de quien puede orar por esta tierra antigua y desgastada.

Nunca anduve descalzo por los caminos; mis pies y el suelo firme de la Tierra sólo se acercaron en las playas arenosas de Donostia. Desde entonces el calzado me había separado del mundo, logró alzarme de la infancia y los juegos salados hacia la madurez del andar de un periodista, que ahora volvía a estar descalzo, recorriendo los mismos senderos y caminos que anduve escribiendo en el pasado.

Entre los eucaliptos inmensos que protegían el camino parecíamos inertes monigotes andantes, adultos muñecos que caían en el pedregoso sendero sin que pudiéramos pararnos para socorrerlos. Desde los caballos los dragones fustigaban con saña a los que parábamos nuestra marcha para levantar a los caídos, cayendo al mismo tiempo y ralentizando de forma infinita el paso.

Entonces ocurrió. Sobre las colinas que anunciaban el fin de la campiña y dejaban ver la majestuosa Cartuja, aquel lugar donde estaba la fábrica de fusiles, salieron con las armas levantada s y disparando un grupo de españoles que gritaba ¡viva España!, ¡muera Francia! y arremetían con dureza contra los caballos franceses que caían al suelo heridos. Incendiaron los carros de municiones que iban detrás de las filas de presos y, al explosionar, la confusión lo envolvió todo. Con las manos atadas, los presos corrimos hacia los laterales del camino y nos tiramos bajo las matas de lentisco que lo bordeaban. Las rodillas me sangraban. Logré asirme de un compañero que, herido, quedaba inerte sobre mi espalda. Un tambor francés tocaba volver a la formación, pero, caídos de sus monturas, eran fácil presa de los guerrilleros españoles, que se ensañaban cruelmente con ellos y a punta de navaja seccionaban el cuello con certera maestría, degollando en un momento a todos los que encontraban a su paso.

Todos corrían fruto del desconcierto, sólo pude protegerme con el cuerpo maltrecho del prisionero ya muerto y bocabajo y, escondido entre los zarzales, con la ropa manchada de sangre, pedí al cielo que me confundieran con uno de aquellos hombres muertos hasta que la calma lograse poner orden y supiera quién había ganado en esta afrenta.

Diego de Uztariz.

Continuará

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