Marea 20

El Estrecho de Gibraltar

  • Era la noche del 24 de octubre del año 2003, en algún lugar pequeño de la costa de Larache hartos de la podredumbre y la miseria, se embarcaron rumbo a la muerte. Cuarenta hombres en busca de la tierra prometida. Treinta y siete ahogados que llegaron a la hermosa Rota con el cuerpo hecho jirones

ON solo catorce kilómetros de agua profunda y azul. Catorce kilómetros que desde la tristeza de Asila y Larache parecen solo un suspiro, un instante para conseguir la gracia de una nueva vida. Marruecos es un lugar lleno de dureza para los que aquí han nacido. No imagináis la dureza para los negros y negras que desde el sur del sur imploramos un lugar en la Tierra.

Sabemos que si un nuevo Moisés secara las aguas del estrecho, los huesos de miles de muertos estarían depositados sobre el lecho marino. Este Estrecho, sueño de invasores y conquistadores soporta tibiamente el tránsito constante de los grandes mercantes y el lagrimeo fino de los que como perlas en un collar infinito, salteamos las aguas de pateras llenas de un inmenso frio.

Octubre es el mes en el que aún el mar da una tregua, empieza a embravecerse y dando muestras que el verano finaliza, enarbola las cúspides benditas de sus olas y empuja los cayucos hacía tierra española.

Nadie sabe cuántos hombres habrán perecidos en el sueño de una Europa más libre, más rica y más justa. Nadie a sabiendas de la quimera evita las barcas hinchables, y nosotros, apestados de un África moribunda, nos dispusimos a cruzarlo.

No nos conocíamos de nada. Cuando subimos aquel bote neumático, no nos conocíamos de nada. Nuestros rostros se parecían y todos portábamos el mismo miedo en los ojos, la misma tarjeta con nuestros nombres y direcciones enganchados en el dobladillo de los pantalones. No éramos seres anónimos. No éramos hombres olvidados por sus familias. Cada uno de nosotros teníamos madres que extrañaran nuestras risas. Cada uno de nosotros, a pesar de la huida, poseía la llave de su puerta y habíamos caminado junto a una hermosa mujer que esperaría nuestra vuelta. Habíamos jugado al futbol en el pequeño patio donde secan las pieles teñidas. Y marchábamos a prisa cuando el almuédano llamaba a la oración en la mezquita. Teníamos huellas en los dedos y sangre en nuestras venas. Amores en el pecho y dolores en el alma.

Cincuenta hombres apretados sobre el bravo océano, en un minúsculo navío de juguete. En manos del viento y de las olas, en manos del terrible destino que acompasa cada centímetro que avanza hacía la costa. Cincuenta hombres que cruzan el Estrecho, mientras se aproxima la noche.

Nos han visto. Es imposible no cruzarnos con algunos de los barcos de pesca que salen o entran de la bahía gaditana. Nos han visto, pero no hacen nada. Impertérritos, no les intimida la visión de nuestros cuerpos mojados y con los dedos engarrotados de agarrarnos al débil plástico de la barca por el temor de caer al agua. No les intimida, la noche que cae sobre el horizonte y que sin piedad nos arroja a no sabemos que costa. No le importa a nadie, que un golpe de mar levante nuestra frágil cubierta y zozobren nuestras aspiraciones y sueños. Ni les importa el miedo que nos hace tiritar mientras la oscuridad acecha.

O si les importa. Les importa cuando en ese impulso piadoso te acogen al llegar a la orilla. Les importa cuando los cadáveres pueblan de carne húmeda y mordisqueada sus playas. Les importa si llegamos y convertimos las calles en minúsculos zocos de falsas marcas y monedas.

Pensábamos y dábamos vuelta a nuestras ideas mientras el mar, ya frío y negro se violentaba sobre nosotros.

Entonces, la mar se puso en nuestra contra. O quizás a favor nuestra y las olas más virulentas, volcaron la balsa de goma. Y ya no veía sus caras oscuras en cuyos ojos brillaban como zafiros la mano de la muerte. Y no entendí más que el rezo de la travesía se cortó de repente. Y el agua inmensa del Atlántico fría y vigorosa nos trago para siempre.

Alguien escupirá a las orillas de esta costa gaditana nuestros cuerpos inertes. Alguien desde el fondo de estas aguas se compadecerá de nuestras madres y devolverá a nuestra tierra lo que a fuerza de remo pretendimos alejar.

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