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Tribuna de Historia

De Cádiz a Mallorca: España y los judíos (1939-1945)

Los hermanos Samuel y Joel Sequerra.

Los hermanos Samuel y Joel Sequerra.

Siempre pesó en el animo del franquismo, durante esos años críticos para Europa, el Real Decreto de 20 de diciembre de 1924, promulgado por el gobierno presidido por Miguel Primo de Rivera que otorgaba la nacionalidad española, “por carta de naturaleza a las personas protegidas de origen español”, que, naturalmente, vivían en el extranjero. En la práctica, aunque sin nombrarlos específicamente, dicho decreto comprendía a aquellos sefarditas, esto es, judíos originarios de España que habitaban buena parte del Sur de la Europa Oriental, incluida la región de los Balcanes. Para ello se habilitó un plazo de seis meses, a fin de que pudieran regularizar esta opción en sus consulados correspondientes.

En cierto sentido, la Segunda República abundó en esta idea, aunque con ciertas matizaciones, pues, si bien Salvador de Madariaga en la Sociedad de Naciones criticó duramente las incipientes medidas antisemitas del nazismo, en otras ocasiones faltaron medidas más efectivas. Así, el gobierno de Manuel Azaña, a pesar de su manifiesta tolerancia con los judíos, no llegó a aprobar la iniciativa del socialista Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, consistente en otorgar la nacionalidad española a los sefarditas del Protectorado Español de Marruecos, aunque Francia sí lo había consentido en su zona correspondiente. Según el Anuario Estadístico para el Protectorado, en 1940 estaban allí censados 14.734 sefarditas, la mayor parte de ellos ubicados en Tetuán y Larache, lo que representaban el 1,8 de la población total. En cuanto a la Península, se calcula que, poco antes del 18 de julio de 1936, residían en ella unos 5.000 ciudadanos a los que se consideraba vinculados a la religión judía. Uno de los ejemplos más significativos de la aplicación de aquel decreto de Primo de Rivera sería el de Raimundo Saporta, sefardita nacido en Constantinopla, hombre de confianza de Santiago Bernabéu, vicepresidente del Real Madrid y uno de los grandes impulsores del baloncesto español y europeo.

Acabada nuestra Guerra Civil, con la derogación de toda la legislación que había adoptado la República y su Constitución de 1931, se desarrolló una compleja red de disposiciones en materia religiosa en la que primaba el catolicismo, quedando los judíos que vivían en España bajo una especie de limbo jurídico. Sencillamente, no cabían en la nueva situación, sin poder celebrar sus cultos públicamente y clausurándose las sinagogas de Madrid y Barcelona. Téngase en cuenta el carácter de Cruzada de nuestra Guerra Civil y su lucha contra el comunismo y contra el delirante contubernio “judeo masónico”, considerados, en su conjunto, enemigos del Cristianismo y de la independencia de las naciones, a lo que contribuiría también publicaciones sensacionalistas, carentes del más mínimo rigor, como “los Protocolos de los Sabios de Sión”. Todo ello avalado, de un lado, por el sentimiento contra el judaísmo en buena parte de la Europa del momento (el nazismo y sus cómplices), y, de otro, por la persecución de la Iglesia en la Rusia comunista de Stalin.

Sin embargo, los judíos en España nunca fueron perseguidos por Franco, lo contrario de lo ocurrido en la vecina Francia de Petáin, donde sufrieron penalidades y deportaciones. Curiosamente, en 1941 se inauguró en Madrid la Escuela de Estudios Hebraicos, a iniciativas del, entonces, Ministerio de Educación Nacional. Su revista ‘Sefarad’, que dependía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, tenía como principal directriz la de “recoger e inventariar el acervo cultural hebreo - español”.

Por entonces, diplomáticos españoles en la Europa ocupada por los nazis llevaron a cabo relevantes acciones humanitarias en pro de los judíos, casos, entre otros, de Ángel Sanz Briz (Hungría), Propper de Callejón (Francia) o Romero Radigales (Grecia), bien por iniciativa propia o bien recibiendo instrucciones, aunque no siempre, del Gobierno.

Apátridas en Cádiz

Una cuestión delicada para España en aquellos años la constituyeron los llamados “apátridas”, esto es, una serie de personas que vagaban por Europa carentes de un adecuado reconocimiento nacional y que buscaban refugio aquí. Cuando los alemanes ocuparon Francia, tras detener a un buen número de exiliados, combatientes republicanos de nuestra Guerra Civil, consultaron a las autoridades españoles qué tratamiento se les debía otorgar. La respuesta de Madrid fue ignorarlos y dejarlos a su adversa suerte, aunque, bien es verdad, que, andando los años, hubo quienes volvieron, si bien la mayoría preferiría seguir viviendo en Francia.

Por lo que a los judíos respecta, entre las persecuciones y crueldades de las que eran objeto y la indiferencia de otros, trataban de llegar a España buscando refugio o, mejor, un paso adecuado para viajar a América o Palestina. Contaban con una serie de ayudas que iban desde organismos internacionales como la Cruz Roja a asociaciones benéficas judías, pasando por meras iniciativas particulares. Dada la evidente voluntad española de acogerlos, en principio, se imponía la necesidad de optimizar mejor los recursos con los que se contaba y tratar con los representantes de los Aliados el tratamiento adecuado. El propio embajador de Estados Unidos en Madrid, Carlton Hayes, buscó algunas soluciones concretas, intentando conseguir las colaboraciones idóneas, no solo para que estos refugiados judíos tuvieran un trato adecuado sino, sobre todo, para facilitarles una digna salida de España.

Monumento conmemorativo que recuerda la salida de judíos desde Cádiz en 1944. Monumento conmemorativo que recuerda la salida de judíos desde Cádiz en 1944.

Monumento conmemorativo que recuerda la salida de judíos desde Cádiz en 1944.

El sábado 22 de enero de 1944, Diario de Cádiz informaba de la pronta llegada a la ciudad de un grupo de 550 refugiados judíos que deberían embarcar en su puerto con destino a Haifa. Lo harían el día 24 en el ‘Nyassa’, un carguero portugués de 8.980 toneladas, a cuyo efecto se habían habilitado previamente dependencias del Hotel Playa, que se encontraba en plena temporada de invierno. En concreto, dicho grupo aparece mencionado bajo la denominación de “israelitas”, un gentilicio que, aunque con un obvio sentido religioso, apuntaba también a su ubicación en su futura patria palestina. También se hacía referencia al doctor Sequerra, delegado de la Cruz Roja portuguesa en España, como coordinador de esta operación. En realidad, todo ello respondía a una compleja red de gestiones e intercambios de prestaciones encabezada por Wilfried Israel, un influyente y bien relacionado judío alemán. Asimismo, jugaron un importante papel los hermanos Sequerra, Samuel y Joel, de nacionalidad lusa, quienes, instalados en un hotel de Barcelona desde 1942, habían establecido numerosos contactos por buena parte de España para facilitar la salida de inmigrantes.

Esta operación que tuvo en Cádiz su punto de partida, se completaría con otra en octubre de 1944, en la que salieron 425 nuevos inmigrantes a bordo del buque ‘Guiné’.Con todo, la emigración a Palestina pasaba por tiempos muy adversos, habida cuenta de las duras restricciones, cuando no rotundas negativas, por parte de Gran Bretaña que entonces dominaba aquel territorio. En modo alguno los ingleses buscaban enemistarse con sus vecinos árabes, de los que dependían buena parte de sus suministros energéticos. En 2013 se conmemoraron estos acontecimientos en la Diputación Provincial de Cádiz, donde también se homenajeó la figura del diplomático Ángel Sanz Briz, con la asistencia de su hija Adela.

Mallorca, un cuestionamiento atávico

Por contra, en enero de 1942 tuvo lugar un hecho curioso que, si bien no podemos calificar de antisemitismo propiamente dicho, sí, desde luego, rayano en el mismo y poco concordante con la postura que hasta ese momento España, con sus contradicciones, estaba siguiendo en el tratamiento de la cuestión judía.

En el Palacio Episcopal de Palma de Mallorca se presentaron varios falangistas, en unión de otros tantos agentes nazis que, en esta ocasión como en algunas otras, actuaban con cierta impunidad en la Isla. Sus intenciones no eran otras que recabar una serie de datos relativos a los descendientes de los judíos mallorquines con el pretexto de que pudieran estar al servicio del judaísmo internacional, lo cual, dentro del contexto del momento, tampoco podía resultar nada disparatado, sobre todo, en algunas mentes alucinadamente recelosas. Estas pesquisas, para el caso de Mallorca, no dejaban de basarse en antiguas creencias muy arraigadas en la Isla como seguidamente veremos.

En las Baleares se conoce como ‘chuetas’ a un grupo social que se creía descendientes de aquellos judíos convertidos al cristianismo a partir del siglo XV, siendo muchos de ellos tachados de criptojudíos. A dicho grupo se le ha considerado algo hermético, con una serie de apellidos propios (Fusté, Forteza, Picó...) y objeto frecuentemente de cierto estigma social. Aunque ya Caro Baroja los estudió en su día, distinguiendo lo histórico del estereotipo, lo cierto es que este fenómeno había ido prevaleciendo, aunque cada vez menos, en la memoria colectiva mallorquina. Vicente Blasco Ibáñez, en su novela ‘Los muertos mandan’ (1909), ya trató esta cuestión a modo de denuncia social.

Era entonces obispo de Palma monseñor José Miralles Sbert, que anteriormente lo había sido de Lérida y de Barcelona, siendo apartado de esta diócesis por discrepancias con el gobierno de Primo de Rivera. Mallorquín de nacimiento, supo desenvolverse con la suficiente habilidad como para contemporizar con Franco sin mostrar una excesiva adhesión al Movimiento, a la vez que hacía gala de una cierta tolerancia lingüística en sus parroquias.

Encargó los requerimientos de aquellos agentes al historiador y sacerdote Joan Vich, que realizaba estudios sobre el probable alcance de la llamada “mancha semita”. Astutamente, en connivencia con el obispo, este clérigo erudito infló los datos hasta el punto de calcular que el número de mallorquines descendientes de aquellos judíos medievales se aproximaba al 35 %. En consecuencia, ante cifra tan abrumadora, no se volvió a ejercer más pesquisas de esta índole, lo cual no fue óbice para que en Mallorca cundiera un vago temor porque, al igual que en Italia, se aplicaran leyes antisemitas. Algo totalmente infundado, pues, en realidad, el gobierno español rotundamente no se plantearía nunca, en aquellos años decisivos de la persecución nazi, ninguna medidas en este sentido.

En el colmo de este paroxismo, el periodista Ramón Garriga, muy afecto a Franco, argumentaba sobre la figura de Juan March, motejado de un supuesto origen judío, el que se había establecido en Lisboa ante el temor de “ser limpio de sangre o no”. La verdad es que el astuto banquero y empresario mallorquín podría tener otras muchas razones para establecerse en la capital portuguesa en aquel momento, pero, a buen seguro, no figuraría entre sus preocupaciones la de ser tachado, precisamente, de semita.

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