Son muchos los años que la sociedad española lleva sin debatir sobre asuntos militares y, en concreto, sobre su vertiente conceptualmente más difícil: el uso de la fuerza como indeseable, pero a veces imprescindible, instrumento de la política. Tantos años que incluso el hecho de proporcionar a un pueblo agredido las armas que necesita para ejercer su derecho a la legítima defensa, para preservar su libertad, repugna a algunos españoles, seguramente bienintencionados pero mal informados. Tantos años que, en la patria de Cervantes, hemos olvidado lo que él nos explicó sobre las armas que, cuando están en manos de sociedades libres y justas, “tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida.”
La entrega a Ucrania de armas defensivas –algunos no reparan en que con misiles anticarro o antiaéreos no se puede atacar Moscú, sino solo defenderse de los carros y aviones que envía Putin a sus campos y sus ciudades– no solo es justa, como lo es siempre prestar auxilio a las víctimas de una agresión. Es también pragmática. Unas pocas voces han sugerido que, con ellas, solo se consigue prolongar la guerra. Sin embargo, su efecto es precisamente el contrario.
El mérito de derrotar al ejército ruso en Kiev y en el camino a Odessa es del pueblo ucraniano, pero no lo podría haber conseguido sin las armas que la Unión Europea y sus aliados han enviado para tratar de equilibrar la balanza. El fracaso ruso –y no la diplomacia, inútil cuando Putin asegura que la “liberación” del Donbass es innegociable– ha librado a Europa de la posibilidad de una escalada y a los ciudadanos de Ucrania de una guerra total. Los que cuestionaban el envío de armas europeas para frenar al autócrata ruso harían bien en tratar de imaginar cuántos Buchas habrían manchado la historia de la humanidad si Putin hubiera logrado avanzar hasta la frontera polaca.
Seguramente quedan semanas para un alto el fuego y, quizá, décadas para una paz justa. Pero lo que empieza a ocurrir ahora en el este de Ucrania, con todo su horror, ha perdido ya una gran parte de su potencial trágico para la humanidad. En cierta forma, el fracaso de Putin ha convertido esta guerra en un conflicto regional, más próximo a la invasión de Georgia en 2008 que a la de Polonia en 1939.
En lugar de amenazar a Ucrania y al mundo, la guerra que ahora se centra en el Donbass empieza a parecerse a lo que, por desgracia, lleva ocurriendo allí ocho años con una única diferencia constatable: el apoyo de Rusia a las repúblicas separatistas, antes encubierto, ahora es público. Quizá sea el momento de que, en justa correspondencia, el apoyo de la UE a los ucranianos, las armas que se les envían, den también un salto de calidad: carros y aviones. La decisión es, desde luego, política. Pero, si se tomase, ningún ciudadano debería dudar de cuál es su verdadero objeto: la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida.
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