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El revistero

Chesterton consideraba que no había que rechazar o cambiar las cosas cuando no se sabe bien para qué sirven

Lo conté hace mucho tiempo, pero todavía no ha terminado. Mi mujer, una tarde pacífica, en que nada presagiaba la tormenta, decidió, como quien no quiere la cosa, cambiar de sitio un revistero. Aquello produjo, primero poco a poco, un movimiento como de fichas de dominó entre los muebles del cuarto de estar que, pronto, se contagió a otros cuartos de la casa. Se iban trasladando, cada vez a mayor velocidad y de mayor tamaño, mesitas, adornos, cuadros, fotografías, espejos, sillas, sillones, sofás, tresillos, mesas, librerías, revolvings, burós, aparadores, camas... Más tarde, desbordó los límites de nuestra casa y ahora estamos cambiando muebles en casa de la suegra, de las tías (de ambas familias), de los cuñados, de las primas... No se sabe cuándo terminará esto. Yo, por las noches, miro al revistero y le pregunto "por qué, por qué".

Mi conservadurismo es vivido, por experiencia propia. Para el 2017 no puedo pedir ni el humilde deseo de "Virgencita, que me quede como estoy", sino el más melancólico de "Virgencita, que vuelva a estar como estuve". Cuidado con lo que se toca, porque empieza la cascada y no se sabe adónde te puede arrastrar. Gilbert Keith Chesterton tenía al respecto una teoría luminosa, como suya. Consideraba que no había que rechazar o cambiar las cosas cuando uno no sabe para qué sirven, sino al revés, únicamente cuando se conocen perfectamente sus características y la función que cumplen y qué pasará si se trastocan. El revistero, tan pequeño e innecesario como parecía, era la pieza clave que sostenía él solo todo el equilibrio decorativo (¡y el espiritual!) de nuestra casa y, por lo visto, de la de mi suegra y de las de las tías de mi mujer.

Con los ayuntamientos del cambio, en este 2016, sucede igual. Hemos cambiado, sin duda, pero, ¿para qué, adónde, por qué, hasta cuándo, etc.? Y, como decía José Joaquín León el otro día, una ciudad trimilenaria como Cádiz puede aguantarlo todo, sí, y las otras ciudades del cambio más o menos también, pero con la Constitución, que vive su crisis de los cuarenta, hay que andarse con muchísimo más ojo. A la estructura política de una nación como España, que se pregunta angustiosa y constantemente por su esencia, no hay que darle muchos meneos. Para el 2017 va instalándose el consenso de que vendría bien cambiarle a la Carta Magna un revistero y dos o tres detalles. Yo, naturalmente, me echo a temblar.

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