Cualquier panfleto de principios del XX hubiera podido describir a Mata Hari como el New York Times a Lola Flores: ni canta ni baila, pero hay que verla. Esa mujer inverosímil, que se inventó una biografía imposible y unos bailes aún más imposibles, salomenescos, que rubricaban, paso a paso, la interesada fama de mujer fatal. A Margarita Gertrudis (qué cruel) nunca le enseñaron los bailes sagrados de la India cuando era niña, pero las danzas de su invención llevaban al rapto, eso es seguro, a todo aquel que la contemplaba. Probablemente, no hubo en Europa, durante años, físico más deseado: un cuerpo fulgurantemente blanco, enfundado en bikinis enjoyados, envuelto en saris, intuido en gasas. Un ejemplo de que la vida es capaz de sangrantes ironías lo tenemos en que, tras su ejecución, su cabeza fue enviada al Instituto de Anatomía de París y a nadie se le ocurrió reclamar ese cuerpo, el más ansiado.

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