Opinión

David / Fernández

Llanto por el cante salvaje

SU casa perdida en mitad de la Costa Noroeste la levantó con sus propias manos porque no le gustaba "vivir en la ciudad, encerrado como los pollos". Y en su cancela, un cartel advierte al extraño: "No aparcar que no respondo". Manuel de los Santos Pastor era excesivo en la vida como en el escenario y con esa personalidad arrolladora parió un cante que arañaba y crujía los huesos como leños en el fuego. De espíritu libre como el viento, pudo vivir en un palacio de oro pero encontró la felicidad en su huerto y en su patio presidido por una veleta junto al limonero y una alberca. El máximo exponente del cante genuino en sus tuétanos buscó la libertad en el campo huyendo "de tantos pelotas y chivatos". Agujetas era un chispazo temperamental, anárquico e ingobernable. Un genio irrepetible. Un cantaor que dominó el cante con la misma facilidad con la que aprendió a doblegar el hierro en la fragua que le convertiría en el forjador del cante al rojo vivo. Ningún secreto se resistió a su quejío. Manuel llegó al universo jondo para hacer historia. Y hoy el flamenco que sale de las entrañas, salvaje y punzante, se queda casi huérfano con su muerte. Poseía un imperio en la garganta cuyos quiebros y gorjeos eran una auténtica joya pulida en esa voz oscura y áspera tan poderosa. Cuando el aficionado paladeaba su arte, no había marcha atrás posible y quedaba atrapado en su universo jondo, en ese cante gitano tan desgarrador que proyectaba a quemarropa. Científicos de EEUU, y no es broma, utilizaron el documental 'Agujetas cantaor', ese original retrato de Dominique Abel sobre Manuel, para dar clases de Antropología.

Cuando la tarde le venía sublime cantaba poseído por el centinela del cante jondo que vivía en su interior y era capaz de emocionar y despertar sentimientos cuya existencia ignoraba el público hasta entonces. Sus relatos sobrecogedores y esos destellos tan trágicos -hasta su bulería nacía del sufrimiento- siempre salvaban la distancia entre el público y el escenario gracias a sus metales de bronce y ese cante virgen y natural: "El duende es mentira", solía decir, tan altivo siempre, para añadir: "Lo que hay que tener es la voz que yo tengo".

También cantaba con ese aire de cabo gastador del Ejército del Aire, su melena indómita, esos ojos pequeños y hundidos entre los surcos que jalonan una vida, y esas grandes manos como garras, que imprimían tensión hasta trasladar al aficionado ante la Audiencia junto al juez, el criminal y el fiscal. Fue un cantaor retador y singular, que demostró que el flamenco no tiene explicación posible porque él siempre proyectó los tercios al dictado de su corazón y de su estado de ánimo. Con su marcha se rompe un molde como no habrá otro.

Antes de actuar, parecía un león enjaulado, incapaz de parar quieto un segundo, presa de la responsabilidad. Ya ante el respetable, se transformaba en ese león del cante, una fiera sobre el escenario, un volcán fuera de serie cuyo arte es clavaba en la sangre. Grabó con los más grandes escuderos a la guitarra, y por fortuna ha dejado un puñado de discos de muchos quilates en los que él mismo se presentaba como el rey del cante gitano. Razón no le faltaba porque su cante de ley endiablado, memoria de otro tiempo, pertenecía a otra dimensión. La fuerza de su interpretación sólo era comparable a la de su voz primitiva, cósmica y a la vez telúrica y ancestral. El pellizco personificado. La variante que eligiera para taladrar la piel del personal era indiferente porque lo mismo por seguiriya que cuando cantaba por martinetes o por fandangos le clavaba pequeñas espinas en el corazón que ya no se olvidan y que rubrican que lo del duende, por más que él no le echara cuenta, no era mentira.

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