La tribuna

Sebastián Chávez / de Diego

¿Sigo siendo un 'acatalanado'?

HACE 10 años publiqué en este diario un artículo donde alababa el dinamismo y la creatividad de la sociedad catalana y los comparaba con el, a mi juicio, limitado empuje de la sociedad andaluza y el desperdicio que ésta había hecho de 25 años de autonomía plena. Me declaraba admirador de la capacidad de los catalanes para proyectarse al mundo como una sociedad abierta y emprendedora. Por ello, y haciendo una analogía con los afrancesados del siglo XIX, me definía como acatalanado. No a todos gustó aquel artículo y hubo quien me invitó públicamente a marcharme de Andalucía, lo que ciertamente me reafirmó en la oportunidad de mi análisis.

En los últimos meses, asistiendo a la deriva política de Cataluña, he recordado varias veces aquel texto, interrogándome sobre mi condición de acatalanado. Es difícil mirar con agrado una sociedad donde muchos no quieren ser tus conciudadanos. No es plato de gusto el rechazo apasionado de lo español, fruto de una simplificación caricaturesca que carga las tintas sobre una España maloliente, sinónimo de todos los males, mientras hace recaer en Cataluña todas las virtudes humanas. No es desde luego esa Cataluña narcisista la que yo ensalzaba en aquel artículo. ¿Qué le ha pasado al cuento para haber cambiado tanto? ¿Tendría que declarar mi error y pedir perdón por lo que escribí?

Empecé a encontrar respuestas a estas preguntas tras las últimas elecciones al parlamento de Cataluña. Quedó claro ese día que su sociedad se mostró diversa, y aunque una de las caras más visibles del poliedro catalán es la independentista, no es esa desde mi punto de vista la expresión más fiel de Cataluña. En mi opinión, el secesionismo representa paradójicamente la España más antigua y tópica, la del enfrentamiento cainita y el rechazo al otro. Tiene su imagen especular en el nacionalismo español, de quien se realimenta con un triste juego de ping-pong. Esa intransigencia, fruto de sentimientos viscerales, me recuerda la España que se peleaba periódicamente dividiéndose en dos bandos irreconciliables; la de las guerras carlistas, que tan intensamente anidaron en la Cataluña rural, precisamente donde ahora rige la hegemonía soberanista. Al definirse como Catalunya no és Espanya, los independentistas editan una nueva versión del binomio machadiano: España versus no-España, con la sutil diferencia de que esta pretendida no-Espanya ejemplifica lo que pretende rechazar.

¿No puedo por tanto reconocer hoy la Cataluña que admiro? Afortunadamente sí. El 27 de septiembre se afirmó también una Cataluña creativa y constructiva, que a la vez de huir de sentimientos excluyentes reclama una España diferente. Esa otra Cataluña bebe de la tradición liberal de la Barcelona cosmopolita. En ella reconozco a la tierra que descubrió a García Márquez y Vargas Llosa para proyectarlos al mundo; la que trazó en España el primer ferrocarril; la que imprime libros en castellano desde el siglo XVI sin renunciar a su propia lengua; la de los mares del sur de Vazquez Montalbán en el Bajo Llobregat; la del Pijoaparte de Marsé y los poemas de Gil de Biedma; la que impulsa la investigación mundial contra la malaria; la de Vicens Vives cuando recrea la historiografía española; la que Cervantes eligió para que Don Quijote y Sancho conocieran el mar. Esa Cataluña, mestiza por vocación antes que por origen, huye tanto de la no-Espanya como de la España de siempre. En mi opinión, esa que se afana en modernizar España es la Cataluña genuina.

La crisis catalana es pues, a la par de un gran problema, una oportunidad para meter al conjunto de este país en la senda de las sociedades abiertas. Necesitamos ese vector regenerador para desmontar el sistema político clientelar; terminar con un modelo empresarial basado en la proximidad al poder; reformar una administración pública arcaica; eliminar la utilización partidista de los medios públicos; defectos todos ellos tan presentes en Cataluña como en el resto de España.

Ese impulso reformador podría haber nacido en otro sitio pero han sido unos barceloneses quienes lo han plasmado en una estructura política con capacidad real de transformación. Es cierto que han surgido otros movimientos de cambio fuera de Cataluña, pero se condenan al fracaso cuando proponen recetas más conectadas con las discusiones del tardofranquismo que con la realidad socioeconómica de un mundo globalizado.

Lo confieso: esa corriente de frescor reformista proveniente de Cataluña es la que me permite seguir reivindicando mi condición de acatalanado, por más que algún dirigente local nos prevenga contra aquellos que se llamen Albert.

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