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Su propio afán

enrique / garcía-máiquez

Disfraces

El humor está sobrevalorado en Carnaval. No importaría si no fuese por el efecto rebote, esto es, porque la época de la risa queda tan circunscrita que el resto del año es el reino de lo circunspecto. Reírse es para siempre. Hay quien advierte, ante cualquier problemón, que no es para reírse; y es lo contrario. El humor es el arma más apropiada para encarar la gravedad de la vida. Desprenderse de la sonrisa cuando vienen mal dadas implica ponerse voluntariamente en inferioridad de condiciones.

Si en algo la inflación humorística del Carnaval adquiere índices venezolanos, es en los disfraces. Uno va por la calle, atónito. Prácticamente todos los disfraces traen la pretensión de ser desternillantes. Algunos lo consiguen, y se agradece. Otros no, y no pasa nada, lo importante es participar. Pero se echa de menos el disfraz profundo. Las máscaras venecianas quizá pequen de otra unanimidad: la estetizante, pero demuestran que cabe otro disfraz más allá del puro descacharre.

Mi inevitable Chesterton defendía la diversión de disfrazarse de lo que uno de verdad es. O sea, de pagador de impuestos (con los bolsillos hacia fuera, por ejemplo) o de padre de familia o de columnista. La moda nos ha uniformado a todos y ya ni siquiera muchos militares ni muchos sacerdotes se distinguen. De negro van sólo, o casi, los intelectuales. El Carnaval podría significar una reafirmación personal. Hay quien sostiene que ya lo es, por la vía del subconsciente, y que la gente libera su yo interior. Viendo lo que se ve, espero que no. Prefiero ser optimista.

Aún el disfraz puede tener una función más alta, en una escala que va del disfraz de lo que no se es, pasando por el disfraz de lo que se es, al máximo nivel: el disfraz de lo que se querría y debería ser: la declaración de intenciones. El mismo Chesterton se disfrazaba, aprovechando su barriga, de Doctor Johnson, que era su modelo intelectual (además de su talla). Yo estoy a un tris de empezar a disfrazarme de Chesterton, aprovechando, también. Con un grado máximo de seriedad, mis hijos se han disfrazado de caballero y de dama medieval, con su escudo, su espada y la cruz. No es un disfraz gracioso, ni mucho menos, sino una reacción a lo horrible que ocurre a nuestros pies, al sur y al oriente. Gravedad para estos días, pues; porque el humor está sobrevalorado en Carnaval y minusvalorado en el resto del año. Y en mala parte del mundo.

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