La tribuna

Ángel Rodríguez

Perder la cabeza

AUNQUE la ley ordena que sólo los concejales que encabezaron las listas electorales puedan ser alcaldes, lo ocurrido la semana pasada en Estepona pone claramente de manifiesto lo difícil que es aplicar ese criterio cuando el cabeza de lista está en la cárcel, el siguiente imputado, el siguiente expulsado del partido... ¿Quién es el cabeza de una lista así descabezada?

Comencemos por aclarar que la decisión del legislador de permitir que sólo algunos concejales -los cabeza de lista- puedan ser candidatos a alcalde fue el segundo intento de atajar la proliferación de tránsfugas en los ayuntamientos. El primero, mucho menos sofisticado, fue declarado contrario a la Constitución por el Tribunal Constitucional hace más de veinte años: consistió en ordenar, sin rodeos, que todo concejal que fuera expulsado del partido con el que concurrió a las elecciones perdiera por ello su acta de concejal.

El TC, al declarar inconstitucional esta norma, estableció una doctrina cuyas consecuencias, a mi juicio no siempre positivas, se están haciendo notar aún hoy: los representantes de los ciudadanos son otros ciudadanos, no los partidos, que actúan como mero enlace entre unos y otros; así que si el pueblo elige a alguien como concejal y ese alguien deja el partido con el que se presentó a las elecciones, no por ello deja de ser representante del pueblo. Algo parecido a lo que ocurre con diputados y senadores y que, según el TC, había que extender a todos los representantes elegidos democráticamente.

Los potenciales tránsfugas de todos los ayuntamientos españoles estaban de enhorabuena: los partidos (que los incluían en sus listas, les pagaban la campaña y los dejaban retratarse junto a sus líderes) ya no eran dueños de sus actas y ningún concejal, por muy sinvergüenza que le pareciera a la dirección de su partido (o por muy crítico que fuera ante los sinvergüenzas de su partido) podía ser cesado una vez que había resultado electo.

El segundo intento del legislador, este que ahora comentamos, aprendió de los errores del primero y, aunque blindó, obligado por la Constitución, el acta de los concejales frente a toda injerencia exterior, reguló que sólo algunos de ellos podrían llegar a ser alcaldes: los que el partido había colocado encabezando la lista electoral. La ley hiló aún más fino, y para evitar nuevos problemas con el Tribunal Constitucional, dejó abierta la posibilidad de que, en casos excepcionales (mediante moción de censura) no fuera aplicable esta prohibición, de manera que ningún concejal pudiera quejarse de que no le dejaban ejercer funciones esenciales de su cargo como representante electo, lo que podría equipararse, en la práctica, con su cese.

Una nueva duda planteaba, sin embargo, la reforma: ¿qué ocurriría con los concejales que encabezaran las listas y que, una vez celebradas las elecciones, fueran expulsados de su partido? ¿Conservarían, pese a ello, esta condición, del mismo modo que conservaban el acta de concejal? O, por el contrario, ¿se entendería que nadie podría pretender seguir siendo cabeza de lista si abandonaba la formación con la que se presentó ante los electores?

Por supuesto que la turbulenta vida municipal de este país propició la ocasión para que el Tribunal Constitucional se pronunciara también sobre la nueva reforma: un concejal de un ayuntamiento canario, que había sido en su momento encabezado la lista de su partido y posteriormente lo había abandonado, pretendió presentar su candidatura a la Alcaldía cuando dimitió el alcalde anterior. Y ahora, el mismo TC que antes había echado al partido por la puerta lo volvió a colar por la ventana: el tránsfuga que dejara su partido podía conservar su acta, de acuerdo, pero no podría seguir siendo cabeza de lista: podría ser concejal, pero no alcalde. Desde entonces, los partidos pueden pretender, sin contrariar la Constitución, ser dueños, ya que no de las actas de los concejales, sí de la poltrona del alcalde.

Volvamos a Estepona: nada menos que cinco concejales del partido que obtuvo mayor número de votos han ido perdiendo sucesivamente su condición de cabeza de lista, bien por renuncia o por abandono de la formación con la que concurrieron a las elecciones. En el caso de los ayuntamientos, la clásica pregunta acerca de a quién vota la gente, al partido o a la persona, recibe una respuesta equilibrada en nuestro ordenamiento jurídico: los electores deciden quiénes serán concejales, pero los partidos deciden quiénes serán alcaldes. La pugna entre dos patologías igualmente perversas de nuestro sistema, el transfugismo y la partidocracia, queda, por ahora, en empate.

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