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La tribuna

abraham Barrero Ortega

El derecho a decidir y ' p asaje a la i ndia'

HACE días asistí en Sevilla a un seminario organizado por el Consejo de Diplomacia Pública de Cataluña, órgano dependiente de la Generalitat de Cataluña, en torno al enigmático derecho a decidir. Agradecí la claridad de las intervenciones. Se quiere decidir unilateralmente. Y se quiere decidir la independencia. Desconozco si lo que se quiere responde a una mayoría inequívoca de catalanes o a la "ilusión de la unanimidad" denunciada recientemente por Javier Cercas. Pero eso es lo que se quiere. Que nadie se engañe.

El argumento fuerte a favor del derecho a decidir es -se dice- el principio democrático. Si una minoría territorializada, delimitada administrativamente y con las dimensiones y recursos necesarios para constituirse en Estado, desea la independencia, el principio democrático impide oponer a esta voluntad obstáculos legales que pueden ser eliminados. La independencia puede no ser legal pero sí legítima, en el sentido de justa conforme al principio democrático. Legalidad y legitimidad son cosas distintas.

Tengo dudas de la corrección democrática de este planteamiento. Dudas que nacen, en buena medida, del desprecio mostrado por el gobierno catalán y buena parte de la clase política catalana hacia las vías que nuestro ordenamiento jurídico ofrece para su propia reforma. ¿Por qué no se utilizan esas vías desde la lealtad institucional? ¿Por qué el Parlamento catalán no ha presentado una proposición de ley para reformar la ley de consultas populares por vía de referéndum? ¿Por qué desde Cataluña no se plantea una iniciativa para la reforma constitucional? Y, en fin, ¿por qué no se convocan unas elecciones autonómicas en las que los partidos, sin ambigüedades, tomen postura en relación a la independencia?

Me parece peligroso, en cualquier caso, enfrentar voluntad política y legalidad en el contexto de un Estado democrático y de Derecho como el nuestro. La voluntad política quiere decir tomar una decisión por motivos de oportunidad dentro de la ley, respetando la voluntad general. Claro que la ley se puede cambiar, pero la declaración unilateral fuera de los procedimientos legales chirría desde la óptica democrática. Del mismo modo que, en el plano individual, de la libertad de conciencia no se deduce un derecho general a la objeción de conciencia -a incumplir la ley por motivos de ideología o religión-, del derecho a la autonomía no se sigue, en el plano de nuestra organización política, el derecho de un territorio a decidir unilateralmente al margen de la ley. Autonomía no es soberanía. Como decía el clásico, somos siervos de la ley para poder ser libres. Si se quiere ser libre hay que ajustarse a los procedimientos o, de lo contrario, volveríamos al estado de naturaleza y a la guerra de todos contra todos.

Por otro lado, ¿por qué se entiende más democrático circunscribir el derecho a decidir sólo a los catalanes? Tratándose de una decisión que afecta al conjunto del Estado, ¿por qué no reconocer el derecho a decidir a todos los ciudadanos? Los ciudadanos son ciudadanos del país, no de una comunidad autónoma o de una localidad. En España, ¿hay ciudadanos u oriundos?, ¿por qué un señor de Cádiz no tiene derecho a decidir?, se preguntaba hace muy poco Fernando Savater. En el fondo, con todos los matices que se quiera, ésta es la lógica de nuestra Constitución y de nuestro Tribunal Constitucional. La independencia, en último término, exigiría una reforma constitucional por la vía del art. 168 CE que culminaría con un referéndum en el que se consultaría a todos los españoles. La identificación de un sujeto institucional, el pueblo catalán, el equivalente en cualidades y competencias al pueblo español, "resulta imposible sin una reforma previa de la Constitución" (STC 103/2008). Personalmente no tengo claro que esta interpretación sea la única admisible desde el principio democrático, pero tampoco que los defensores del derecho a que el resto no decida anden sobrados de argumentos para darnos lecciones de democracia.

Conscientes de la extraordinaria -y criticable añado- rigidez de nuestro marco constitucional, los nacionalistas catalanes han radicalizado su discurso. Y en este contexto hay que entender, me parece a mí, la ocurrencia del derecho a decidir. Lo razonable sería que el Gobierno de la nación afrontase el problema de la consulta, en tanto inicio de un largísimo camino, e intentara encauzarla legal y pacíficamente. El debate en torno al derecho a decidir y la consulta es pernicioso por muy diferentes razones. Se crea la falsa ilusión de que la independencia puede lograrse de forma rápida, inmediata, cuando lo cierto es que, de lograrse, será el resultado de un proceso largo y difícil. Y, sobre todo, el debate en torno a la consulta implica que no se debata lo fundamental: el conjunto de problemas que generaría la independencia, para España y para Cataluña. Habría que tomar la iniciativa para zanjar este debate.

Sin embargo, la actitud de Rajoy y compañía recuerda más a la del impasible profesor Godbole de Pasaje a la india: cuando el agua te llega al cuello, no te preocupes si no es potable. Y Artur Mas, de ofrenda floral en el memorial al Mahatma Gandhi. ¡La solución al embrollo catalán está en E. M. Foster y Alex Guinness, con música de fondo de Maurice Jarre!

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