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Tribuna

Antonio porras nadales

Catedrático de Derecho Constitucional

Los tártaros

La percepción de las fronteras entre lo que es y no es una democracia parecen haberse hecho algo nebulosas. Las sombras del populismo se expanden por todo Occidente

Los tártaros Los tártaros

Los tártaros / rosell

Eran aquellas hordas asiáticas que durante siglos alimentaron el miedo ancestral de occidente ante la amenaza de la violencia y la barbarie: tribus de búlgaros, turcos, mongoles y otros pueblos asiáticos que repetían las mismas oleadas antes protagonizadas por los hunos, o por los vándalos y alanos. Oscuros enemigos procedentes de lejanos desiertos de las estepas asiáticas, que llegaron a merodear por los alrededores de París, e incluso hasta a amenazar las murallas de Viena. Lejanas reminiscencias de aquellos míticos reinos de Gog y de Magog, donde se concentraban las fuerzas universales del mal ¿Estamos ante una nueva oleada de invasiones tártaras que ahora hasta nos amenazan con los nuevos desastres del apocalipsis nuclear, con la guerra atómica?

Como siempre, corremos el riesgo de adoptar una perspectiva occidental ignorando lo que podrían tener de positivo aquellos buenos salvajes que llegaban del este. Ya el mismo Tácito llegó a comparar la bondad natural de los germanos frente a los vicios y decadencias de la Roma imperial. Y la historia nos ofrece también ejemplos inversos: porque fueron los ejércitos de Napoleón y de Hitler los que invadieron Rusia de forma ignominiosa. ¿No será que los benévolos pueblos asiáticos, liderados por Putin, se están defendiendo ahora ante la presión expansiva occidental apoyada por al gran imperio americano? Esta parece ser en parte la hipótesis del Papado, con la que vienen a coincidir las fuerzas políticas de extrema izquierda y de extrema derecha. O sea, que somos nosotros, occidente, los culpables: los que estamos presionando e invadiendo injustamente a los pacíficos pueblos asiáticos. Parece como una broma de mal gusto para contarle ahora a los heroicos resistentes ucranianos, rodeados de bombas, de sangre y de muerte.

La diferencia, como en todo, reside en un factor elemental: mientras las naciones de occidente son democracias, mejor o peor consolidadas, las nuevas potencias de los remotos pueblos tártaros son autocracias montadas sobre el monopolio de ciertos recursos naturales. Sistemas políticos configurados en torno a instituciones extractivas, similares a los países árabes del Golfo: auténticos despotismos orientales basados en el control del petróleo o del gas natural.

Naturalmente, puede haber entre nosotros fuerzas o ideologías políticas para quienes el ser o no ser una democracia resulte algo secundario: lo que le sucedía a Donald Trump, por ejemplo. ¿Qué importancia tiene que en unos países progresen la libertad y el pluralismo político mientras que en otros los líderes de la oposición sean limpiamente eliminados con una buena dosis de polonio o sustancia similar? Estos aspectos secundarios no deberían modificar nuestra visión del mundo y entonces nadie podría rechazar las pretensiones imperiales de la gran Rusia.

Sucede que, con el impacto de las sucesivas crisis que ha traído consigo este proceloso siglo XXI, la percepción de las fronteras entre lo que es y no es una democracia parecen haberse hecho algo nebulosas. Las sombras del populismo y los riesgos de deriva autoritaria se expanden por todo el mundo occidental hasta llegar al mismo seno de la Unión Europea. Y no sólo en Polonia o en Hungría, sino acaso mucho más cerca: sólo tendríamos que mirarnos un poco a nosotros mismos. ¿Debemos en consecuencia desmontar nuestra vieja estrategia de fronteras, nuestra filosofía de límites infranqueables entre civilización y barbarie, para darle la bienvenida a las nuevas hordas de tártaros asiáticos? ¿Debemos retirar el apoyo militar o asistencial a los ciudadanos ucranianos ante la evidente justicia de las legítimas pretensiones del imperio ruso? A lo mejor, si actuáramos así se acabaría antes la guerra y, una vez derrotada Ucrania, las aspiraciones del pacifismo acabarán triunfando; otro éxito del eslogan "no a la guerra".

La larga serie de siglos y de milenios que han forjado la historia de la civilización humana se nos descomponen ahora en un escenario de geometría fractal donde hasta parece que nos cuesta trabajo descubrir dónde están los inocentes, o quiénes son las auténticas víctimas. Seguramente habría que preguntarle a las ONG, a las agrupaciones de voluntarios que acuden a la frontera polaca con el ánimo de echar una mano.

Mientras tanto, no deberíamos renunciar tan pronto a los viejos ideales ilustrados del progreso y de la civilización humana, pues al final da igual que la civilización esté en el norte o en el sur, en el este o en el oeste. Son los valores universales de la humanidad que deben progresar en el conjunto del planeta. La vieja pregunta de optar entre civilización o barbarie nos enfrenta ahora a los interminables matices del no a la guerra.

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