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Tribuna

Agustín ruiz robledo Rafael Padilla

Catedrático de Derecho Constitucional

¡Abajo las cadenas! ¡Viva la Constitución!La ley ha de bastar

El levantamiento de Riego no fue en vano porque, a pesar de su fracaso momentáneo, el Trienio Liberal sirvió para plantar definitivamente la semilla de la libertad

España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la Nación". El texto parece muy actual, una de las típicas frases exageradas que recorren las redes sociales para calificar a un Gobierno que cambia con cierta frecuencia de opinión, como señalar un día que es imposible hacer transferencias a cuenta del presupuesto de 2019 a las comunidades autónomas y otro afirmar que son legalmente posibles, sin que todavía nos haya explicado los argumentos jurídicos de ambas opciones; o mantener en noviembre que la subida de las pensiones estaba garantizada y terminar el año diciendo que eso no puede hacerlo un Gobierno en funciones.

Pero no, la frase no es moderna, sino que acaba de cumplir 200 años: la pronunció el coronel Rafael del Riego en Las Cabezas de San Juan a las ocho de la mañana del 1 de enero de 1820 dirigiéndose a las tropas embarcadas para América como parte de un manifiesto liberal para restaurar la Pepa, la Constitución promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812 y derogada por Fernando VII el 4 de mayo de 1814. El Pronunciamiento de Riego fue un chispazo que prendió en otras fuerzas militares y acabó forzando al Rey a jurar la Constitución gaditana el 10 de marzo de 1820 con su famoso: "Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional; y mostrando a la Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas y desgracias".

El Trienio Liberal que así comenzó no fue especialmente brillante pues no se logró cumplir el ambicioso programa reformista de la Constitución de Cádiz: se consumó la independencia de la gran mayoría de territorios americanos (a pesar de que el artículo 1 de la Constitución afirmaba que "la nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios"); no se logró la abolición de los señoríos (a pesar de que se declaró en vigor el decreto de 1811 por el que se suprimían); la reforma de la Administración se vio dificultada por la falta de fondos, incluso por un empréstito ruinoso que supuso la quiebra de la Hacienda Pública y agudizó una crisis económica. Los Cien mil hijos de San Luis acabaron fácilmente con un régimen liberal que no estuvo a la altura de la oportunidad histórica que se le presentaba y que no consiguió suficiente apoyo popular, como supo narrar muy bien Benito Pérez Galdós en La Fontana de Oro, el café en el que se reunía la sociedad patriótica Amigos del Orden compuesta por liberales exaltados: la división entre estos y los liberales doceañistas, la constante conspiración de Fernando VII y sus partidarios, la impotencia de los gobiernos liberales, etc., todo queda perfectamente reflejado en la obra de Pérez Galdós que, desde su perspectiva liberal, juzgó con gran dureza el trienio.

Quizás por todo ello, ni el Estado ni la Junta de Andalucía han organizado actos para conmemorar el bicentenario del Pronunciamiento y sólo una asociación cultural de Las Cabezas de San Juan se esfuerza por mantener viva su memoria. Sin embargo, este levantamiento liberal -y el triste y trágico final de Riego - no fue en vano porque, a pesar de su fracaso momentáneo, el Trienio sirvió para plantar definitivamente la semilla de la libertad (aprobó el Código Penal de 1822, base de todos los demás), la separación de poderes y el Gobierno parlamentario, que terminaría germinando en la magnífica constitución de 1837, ejemplo de cómo los liberales aprendieron de sus errores y supieron unirse para enterrar el Estado absoluto y conseguir una constitución pactada. Esta alianza entre las dos facciones liberales, los moderados y los progresistas consiguió la revolución liberal tanto en el aspecto político del Estado de Derecho como en el social de la abolición de los señoríos.

Y ésta es la gran lección que deberíamos de recordar doscientos años después: las diferencias entre los constitucionalistas son siempre secundarias y menores cuando se comparan con aquellas que los separan de los enemigos de la libertad, y cualquier alianza con ellos de una facción de los constitucionalistas puede ser muy perjudicial para la supervivencia de la Constitución. Don Benito lo simbolizó perfectamente al contarnos que el club patriótico de los progresistas acabó controlado por un absolutista. Esperemos que en estos tiempos difíciles de 2020 no suceda nada igual.

DE lo oído los pasados días en el Congreso, hay una frase, antes habitual en el independentismo, que al ser pronunciada por Sánchez me inquieta sobremanera. Dice el ya presidente que para resolver el conflicto de Cataluña, "la ley por sí sola no basta". De entrada, no acierto a delimitar el alcance exacto de sus palabras: ¿esa receta es aplicable sólo al guirigay catalán o puede extenderse a cualquier tipo de problema?; ¿sugiere Sánchez que, como la ley no basta, se la puede bordear, incumplir o ignorar?; ¿abre la puerta a mecanismos que operen al margen de las normas?; ¿supone indirectamente avalar soluciones que eludan el control judicial?; si la ley es prescindible, ¿también el legislativo verá reducidas sus competencias?; ¿la clásica e inderogable división de poderes ha quedado de facto automáticamente fulminada? Nada de esto ha sido suficientemente explicado y genera una grave incertidumbre sobre cómo funcionarán los equilibrios básicos de toda democracia en la España que llega.

Uno, como jurista, no puede sino recordar las lúcidas ideas de Hayek: el Estado ha de estar sometido en todas sus acciones a preceptos generales, fijos, públicos y previamente conocidos, aplicados por tribunales imparciales e independientes, de forma que los ciudadanos puedan orientar su conducta por ellos y anticipar con seguridad razonable cómo actuarán las autoridades. Por supuesto las leyes no son inalterables; pero, para ser modificadas o incluso abolidas, será indispensable apoyarse en sus propios mandatos.

No, la democracia no puede ni debe situarse por encima de la ley. Sencillamente porque si lo hace, el modelo pierde su condición de democrático. El núcleo del Estado de Derecho, señalaba Elías Díaz, es el imperio de la ley. Ése que ahora se entiende indicativo, desechable si conviniere, más un asunto de forma que de esencia. Lo recordado vale para la Constitución y también para el completo acervo normativo que, al cabo, es el que otorga legitimidad al conjunto de instituciones políticas.

Sorprende que estas nociones fundamentalísimas tengan que ser de nuevo defendidas. Quizás porque los que siempre han vivido a su amparo han olvidado su inmenso valor. Los hombres a menudo subestiman aquello de lo que disfrutan y no lo echan de menos hasta que lo pierden Tal vez acabe siendo éste el caso. Pero no por tristemente usual y humano, dejaría de ser, al tiempo, dañino, irracional y estúpidamente retrógrado.

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