Vida bendecida

Postrimerías

24 de junio 2025 - 03:05

Conforme a una vieja costumbre que se remonta a la primera juventud, en los desvelos acudimos no a las lecturas en curso sino a libros escogidos casi al azar entre los demasiados que se ofrecen al alcance de la mano, siendo esta grata disponibilidad una de las razones que justifican la insensata idea de reunir más volúmenes de los que podremos leer en una sola vida. Como les ocurre o ha ocurrido a otros muchos, tal vez por el deseo de recobrar algo del tiempo perdido, con los años crecen las ganas de volver aunque sea por un rato a libros que ya leímos, revisitados en esos momentos en los que la conciencia discurre por regiones fronterizas con el sueño. La otra noche, entre las magnéticas páginas del primer tomo de las Radiaciones de Jünger, que recoge los diarios del escritor alemán durante el largo tramo inicial de la segunda gran guerra, nos detuvimos en un pasaje datado en enero de 1943, poco antes de la rendición de Paulus en Stalingrado, donde el oficial deja constancia de su conocida predilección por el bosque, referida entonces a los abetos y las hayas que admiró en los oscuros días de su estancia en el Cáucaso. “En los árboles viejos habita como en relicarios una vida bendecida, que el ser humano pierde cuando caen al suelo”, anota Jünger, aludiendo al “espíritu de los antepasados que perdura en la madera de las cunas, de los lechos, de los ataúdes”. Quizá nos fijamos en esas líneas, entre otras no menos evocadoras, porque le habíamos dedicado parte del día al curioso libro de Gustav Theodor Fechner, Nanna o el alma de las plantas, originalmente publicado a mediados del siglo antepasado y ahora disponible en Atalanta. El nombre invocado en el título corresponde a la diosa de las flores en la vieja mitología nórdica, pero el físico y psicólogo sajón lo emplea sólo como imagen, no sin orgullo germánico. Su reivindicación, ciertamente extravagante, puede parecer –y de hecho lo fue– producto de un arrebato medio místico, pero adelanta recientes hallazgos sobre la sensibilidad de los organismos vegetales y confirma la sospecha sobre su condición no del todo inanimada. Si el arboricidio, tan tristemente habitual en nuestras ciudades insoladas, tiene algo de barbarie gratuita, el puro amor de las plantas, por lo que son por sí mismas y por lo que inspiran, nos redime y religa a lo que hay en nosotros de sagrada naturaleza.

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