NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Un ámbito en el que hay que ser realmente necio para confundir el valor con el precio es el de la literatura. Sólo eso es un servicio impagable que nos presta. Basta entrar en una librería y comprobar hasta qué punto tienen el mismo precio las grandes obras maestras de la historia y los best-sellers de temporada. C. S. Lewis creía que si se vendían más, al mismo precio, no era casualidad, porque el valor de las grandes obras exige un esfuerzo intelectual, estético y moral en sus lectores y la pereza mueve el mundo y, por tanto, también a muchos lectores y al mercado editorial.
¿Cuál es el patrón oro de las palabras que nos permite establecer su valor? La fidelidad a la verdad, a la belleza y a la bondad. ¿Solapadas? No, porque la verdad alienta en el qué de las palabras, la belleza en el cómo y la bondad en el quién, en el por qué, en el cuándo y, sobre todo, en el para quién. Eso sí, todas son indispensables.
Concentrándonos en lo que esta época líquida más diluye, la verdad, también hay que distinguir valores distintos. Está primero el valor en moneda de curso legal, esto es, en exactitud a las cosas como son. No es tan fácil como parece porque hay una inflación demagógica y porque cada vez tenemos tipos más bajos de interés o de concentración. Luego hay otro valor de la palabra en relación con la verdad: el del crédito o a futuro. Es el de cumplir la palabra que dimos. Tampoco son buenos tiempos, como se ve. Hay que aspirar la verdad sobrevenida de la palabra dada y cumplida. La exactitud sería una verdad de la inteligencia. La fidelidad, una verdad de la voluntad.
La poesía quiere fundir esas dos verdades: su palabra es una promesa que nos descubre zonas ignotas o inefables de la realidad y del alma del hombre. Es una palabra que crea lo que ya estaba. Para citar a las tres potencias del alma, es una memoria de lo nuevo, como barruntó Platón.
Para cerrar el artículo, no podemos olvidarnos de las advertencias de la polisemia: el valor para la palabra. Como JRJ, hemos de pedir a la “intelijencia el nombre exacto de las cosas”, sin duda; pero enseguida rogarle a Chesterton, el coraje para decir ese nombre exacto. El inglés profetizó que habría que desenvainar la espada para afirmar que el pasto es verde. Y George Orwell añadió que todo el compromiso político radicaría en ser capaz de afirmar que dos más dos son cuatro. Sin valor, el valor de las palabras se devalúa.
También te puede interesar
NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ussía siempre
Postdata
Rafael Padilla
Mi mochila
Manual de disidencia
Ignacio Martínez
Un empacho de Juanma