Enrique García-Máiquez

Reivindicación del capillita

Su propio afán

20 de abril 2025 - 03:08

Que yo no soy un capillita salta a la vista y al oído. Cumplo con mi Hermandad por amor a la tradición, a la familia y, sobre todo, a sus santos titulares, pero no voy allí a echar un rato bueno. Si penitente, literalmente, como dicen ahora. Me gusta acercarme a ver las procesiones de mi pueblo y, algún día suelto, voy a Jerez o a Cádiz, pero ya está. Con un conocimiento limitado, tirando de guías y de amigos. Alguien me hablaba de los prestes y yo pensaba en el Preste Juan y resulta que hay un puesto cerca del paso que se llama así. Aprendo cada año, en parte porque hay mucho que saber y en parte porque se me olvida todo de un año a otro.

Un amigo es capaz, viendo la mano de cualquier imagen, de situar qué advocación es. Y lo mismo hace con los varales. Y no es de El Puerto, que sería menos difícil, sino de Sevilla, nada menos. Son hazañas que escapan a mi alcance… de comprensión.

Sin embargo, observo que hay una cierta querencia a meterse con los capillitas. A mí, que ya digo que no lo soy, me fastidia. Primero, por un prejuicio general. No me gusta que nadie se meta con nadie, salvo si es consigo mismo, que entonces es el humor que prefiero: el autodenigratorio. Pero esto de meterse todos con todos me parece bajísimo. Si algo no te gusta, pero no te ataca directamente, lo mejor de largo es la indiferencia, el sabroso “con su pan se lo coman” y el luminoso “para gustos hay colores”. A mí no me habrán leído meterme ni con los picados del Carnaval.

Pero además, en concreto, los capillitas son esenciales para que luego nosotros desde la segunda fila nos emocionemos viendo pasar una Virgen de palio con unas flores suntuosas y unos brillos de plata que hacen entrecerrar los ojos de tanta gloria. ¡La de plata que han limpiado esas criaturas y la de flores que han acarreado de arriba abajo…! Se llama Junta de Gobierno, pero debería llamarse Yunta, por lo que tienen que tirar del carro.

Si encima uno sale en su hermandad y allí reza anónimamente con su velillo y su velita, tan tranquilo, tiene que saber que esa oración suya –tan arropada por el majestuoso barroco de tantos ornamentos y tan bien organizada por tramos y con su música escogida– es gracias a los desvelos de los capillitas. Su labor callada de diez meses oscuros es la que permite esta explosión de fe y de esperanza instantánea en nuestros pueblos y ciudades. Ahora que se acaba es el momento de darles las gracias.

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