Cuando Cádiz aún no había sido colonizada por la precocida baguette y el manolete reinaba en un horno de verdad en armonioso tripartito con la pieza y el cundi, no había día en el que aquel esponjoso pan con nombre de torero llegara a casa con sus picos intactos. Al encargo materno de comprar el pan le seguía de inmediato una reacción pareja a la del perro de Pávlov, pues lo normal era empezar a relamerse pensando en que los crujientes picos del manolete caerían presos en nuestra boca en plena calle, apenas abandonáramos la panadería o el almacén. Aquel bocado consentido, aquel sencillo gesto de pellizcar el extremo del pan para comérselo antes de llegar a casa era como el culmen de nuestra libertad en aquellos tiempos de verdadera represión dictatorial. Y con él nos conformábamos, con tan poco, con algo tan sencillo, noble y cándido. Ahora, a un niño le das el pico del pan y te pide, te exige, la barra entera.

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