El salón de los espejos
Stella Benot
La Transición andaluza
De esto he escrito mucho, pero protestando. Ahora me repito, pero celebrando, que es totalmente distinto. Yo decía que, en estos tiempos de igualitarismo rampante y de zafiedad despatarrada hasta en la sede de la soberanía nacional, cuando la excelencia se mira con sospecha y el pundonor se esconde avergonzado, urgía reivindicar la nobleza. Y una manera excelente de hacerlo era que el Rey, que Dios guarde, concediese títulos nobiliarios. Pues lo ha hecho.
Sería muy poco noble –precisamente– pedir algo sin miedo ni esperanza y, cuando eso se concede, no agradecerlo alborozado o poner peros menores. Es un gran movimiento, que recupera, en medio del hundimiento, el papel histórico de la Corona como árbitro de la autoridad.
Otorgar títulos es un gesto de rebeldía frente a la burocracia por triplicado y una cuchufleta a la demagogia del igualitarismo. Premiar es tan necesario como castigar, pero el Estado se ha vuelto experto en multas y sanciones. Un título no cuesta dinero público y eleva el ánimo nacional. Además, siendo hereditario impele hasta a la natalidad. La familia encuentra aquí un aliado secular en forma de exigencia: heredar el mérito, más allá de la renta; transmitir la virtud; alinearse al linaje. Hay una concatenación entre familia, tradición y bien común. El pueblo, que sabe latín, reconoce con su afición los valores de la aristocracia, tan presente en los cuentos populares como en las nuevas series históricas y de fantasía. Para rufianes y pícaros ya tenemos los periódicos.
Y, por supuesto, está la belleza y la diversión. Los títulos, con sus nombres sonorosos y su colorido heráldico, son un juego serio, una floritura en flor, un decorativo decoro. La nobleza ha de ser autoirónica, festiva, literaria, prácticamente poética. Nadie se toma demasiado en serio un vizcondado, claro, pero su encanto es indudable. Ennoblecer es recordar que la vida tiene que ser, además de esforzada y justa, hermosa y divertida, novelesca y novelera.
Estamos hasta el cuello de corrupción y de vergüenza ajena (porque los propios no sienten la que les corresponde) y parece que el último valladar es el Derecho Penal. Frente a tanta pena, hace bien el Rey en proponer también, en línea con la tradición del Reino, un promontorio. Lo celebro como si el título me lo hubiesen dado a mí.
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