Fernando Mósig Pérez

Una nueva edad de oro cofrade

Mósig repasa en esta nueva entrega el resurgir de las cofradías en el XIX

La época Isabelina (1843-1868), entendiendo por tal los veinticinco años de la mayoría de edad de la reina Isabel II, trajo estabilidad política, afianzamiento económico y un amortiguamiento del anticlericalismo, lo que supuso a su vez una especie de renacimiento de las confraternidades. La ciudad de San Fernando comenzó a prosperar gracias a esta estabilidad, al nuevo impulso dado a la armada española, y a la reactivación de industrias civiles como la salinera, santo y seña de la economía local durante mucho tiempo.

Se configuró entonces el estilo burgués y naval militar de las hermandades fernandinas. En efecto, la polarización política, el protagonismo militar en los gobiernos nacionales, la irrupción de una nueva clase media acomodada, se reflejó también en la dirección y en los integrantes de las confraternidades isleñas. Dirigentes de los partidos políticos locales, mandos navales militares y personajes pudientes de la ciudad, se convirtieron en sus protectores sociales y sustentadores económicos.

El renacimiento religioso que se vivió durante el reinado isabelino fue el comienzo de las hermandades y cofradías isleñas tal como las entendemos hoy día. Las hermandades remontaron el oscuro abismo en el que parecía que iban a precipitarse sólo unos años antes. Varias, como las de la Virgen del Carmen, Nuestra Señora de la Soledad y Cristo de la Expiración se recuperaron tras algunos años inactivas, volviendo a sus cultos y procesiones como plástico testimonio de fe a través de la impresión sensible que causaban.

Representativas de estos años isabelinos fueron las procesiones conjuntas de la Soledad y el Santo Entierro, que ya venían de antiguo y se prolongarían en las épocas posteriores. Y los inevitables altercados y desencuentros que se originaban entre ellas con motivo de estas procesiones y que reflejaban, tal vez, la bifurcación política y social de sus dirigentes.

Este afianzamiento de las confraternidades isleñas fue interrumpido brevemente por el Sexenio Democrático (1868-1873): el último coletazo turbulento de las revoluciones liberales que entendían el progreso como algo enemistado con la Iglesia y sus instituciones. La etapa histórica posterior se encargaría de consolidar definitivamente a las hermandades isleñas.

4. Burgueses y proletarios. El catolicismo de la Restauración. 

Las casi seis décadas de la Restauración borbónica (1875-1931), con el catolicismo oficial sancionado por la Constitución de 1876, trajeron estabilidad a las hermandades isleñas, contribuyendo a fortalecerlas, y facilitaron su presencia oficial y activa en la sociedad así como su misión de apostolado. El título de Real que entonces obtuvieron algunas e intentaron obtener otras, testimonia la conformidad de las hermandades isleñas con este nuevo régimen político y socioeconómico, a través de su adhesión a la alta institución que lo encabezaba.

No obstante, esta etapa no estuvo libre de dificultades. Las crisis económicas de finales del XIX, sobre todo las dificultades del sector de la construcción naval, con los escollos sufridos por el Arsenal de la Carraca, y los problemas de la marina emanados del desastre de 1898, con la pérdida de Cuba y Filipinas, se reflejaron indefectiblemente en las hermandades y cofradías locales durante los tres primeros lustros del siglo XX.

Sin embargo, desde la segunda década de esa centuria, con la reorganización de la armada y la revitalización de la industria naval, y, sobre todo, con la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), que trajo una cierta recuperación general y una aparente mejora en las circunstancias socioeconómicas, las confraternidades isleñas experimentaron un auge incesante y una notable brillantez en sus cultos y procesiones.

Esta fue la época del nacimiento de las clases obreras creadas por la industrialización y el auge del capitalismo. En la ciudad de San Fernando, de un lado, los operarios del Arsenal de la Carraca, el principal complejo industrial local y fuente de reivindicaciones obreras; de otro, los que trabajaban en la industria de la sal; más los numerosos y humildes barqueros, pescadores, mariscadores y hortelanos. Los primeros moraban en los barrios del Santo Cristo y la Divina Pastora, precisamente los barrios que miran a la Población Naval de San Carlos y al Arsenal de la Carraca; los otros, vivían, o malvivían, en los muchos patios de vecinos de las callejuelas del Carmen y en las innumerables huertas y salinas diseminadas por todo el perímetro local.

La Iglesia gaditana decidió, por un lado, confirmar y robustecer la fe de las clases burguesas que sostenían el sistema político vigente y que eran asimismo su apoyo y su soporte; pero, por otro, consciente de su misión evangelizadora, decidió también propagar la fe entre las referidas clases populares, para así contrarrestar el avance entre ellas de ideologías proletarias y anticristianas. ¿Cómo lo hizo o trató de hacerlo?

Aumentó la geografía sagrada local con la edificación de nuevos templos (capilla de la Inmaculada Concepción, en la periférica Casería de Ossio), la reconstrucción de los ya existentes (por ejemplo, la Divina Pastora, a iniciativa del capellán padre Olivera) y la apertura pública de otros (la capilla de la Asunción o del Auditor). Y animó el establecimiento de órdenes y congregaciones religiosas apropiadas para la piedad de las familias burguesas de civiles y marinos, pero dedicadas también a la enseñanza y asistencia social entre los desfavorecidos: hermanas carmelitas de la Caridad, madres capuchinas, hermanos de La Salle, misioneros claretianos, retorno de los frailes carmelitas descalzos…

Inspiró también la fundación de piadosas congregaciones de fieles que tenían por titulares a devociones fomentadas entonces por la Iglesia y a nuevas devociones de origen ítalo-francés: Corazón de Jesús, Inmaculado Corazón de María, María Auxiliadora, Medalla Milagrosa, San José… La mayoría de ellas subsistió hasta mediados del siglo XX. Dieron siempre un ejemplar testimonio piadoso, aunque tal vez algo blando y beato. Y, desde luego, circunscrito a un estrato social muy concreto, selecto y bien formado; por lo que fueron consideradas asociaciones religiosas de "señoritos".

Incluso apoyó los escasos intentos de fundar cofradías de obreros católicos o creadas para la enseñanza y formación de sus hijos, al calor de la nueva doctrina social de la Iglesia expuesta entonces por León XIII y sucesores. Aunque estos interesantes experimentos no tuvieron continuidad o acabaron derivando hacia meras hermandades procesionales sin intereses sociales, como bengalas de brillo fugaz y consunción rápida.

Y, por último, consciente del valor de las hermandades y cofradías como agente difusor de la fe a través de sus cultos y, sobre todo, de sus procesiones, la Iglesia gaditana fomentó las formas tradicionales de asociacionismo católico en los barrios modestos más expuestos y proclives a las ideologías contrarias a la religion. Esto se reveló como lo más efectivo.

Así pueden explicarse las fundaciones o refundaciones de hermandades y cofradías al viejo estilo. La antigua cofradía de la Vera Cruz se refundó en 1891 en el barrio del Santo Cristo, y dos años después se fundó en la parroquia diocesana la nueva cofradía del Señor de la Columna. La primera de ellas se convirtió en exponente de la seriedad y el orden castrense que sería propio de las cofradías isleñas, siendo tenida como modelo cabal por las demás. La segunda aglutinó a operarios del Arsenal de la Carraca vecinos del barrio de la Pastora y sus aledaños, para encauzar -o neutralizar tal vez- la inquietante conflictividad obrera.

Otras, como las de Nuestra Señora de la Soledad y la del Santo Entierro, mitigaron por entonces sus complicadas relaciones, al ir decayendo la segunda hasta su extincion y permanecer la primera como una congregación mariana y misional. Y otras antiguas devociones locales, ahora un tanto oscurecidas, mantuvieron su presencia en el Corpus Christi multi-icónico propio del San Fernando de la Restauración.

Los cultos y las procesiones se consolidaron en este tiempo como formas características de evangelización de las hermandades. Cultos solemnes, bajo forma de novenas, quinarios y triduos; con retumbantes predicadores, esplendor litúrgico, interpretaciones musicales impactantes, preciosos montajes de altares… Procesiones con presencia institucional, mejoras en pasos y enseres; cortejos románticos e historicistas con centurias romanas, figuras alegóricas y varios pasos; acompañamiento de bandas de música militares…

Surgió consecuentemente la necesidad de demandar nuevas imágenes y enseres para cultos y procesiones. Pero se acudió para ello a los núcleos artísticos que entonces eran más pujantes: la escuela valenciana y los talleres catalanes y madrileños.

Fue en esta época romántica cuando se publicaron los primeros comentarios históricos sobre el origen de las hermandades isleñas, aunque de forma dispersa e incompleta. Y también cuando se registraron por primera vez algunas de las hermosas leyendas que aureolaban la devoción inicial por determinadas imágenes sagradas, pues este era un valor que cotizaba mucho en el mercado de las vanidades cofrades.

Pero todo ello estaba dirigido principalmente a un determinado segmento social ya cultivado en la fe. Servía sin duda para testimoniar el catolicismo oficial dominante, pero no tanto para evangelizar a un pueblo que se comportaba como espectador pasivo y al que se le pedía resignación. Incluso no faltan testimonios documentales coetáneos que muestran comportamientos irrespetuosos por parte del pueblo en esos cultos y procesiones elitistas, que contemplaban indudablemente como algo ajeno. ¿Qué hacer? (continuará)

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