Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Merece la pena?
Escribí lamentando la expansión geométrica de un sentimiento herodiano en contra de los niños, santos inocentes, cada vez más rechazados de una forma más explícita. Aunque el desplome de la pirámide poblacional lo hará (lo está haciendo) sobre nuestras cabezas, la presencia –muy escasa– de niños irrita en todas partes: restaurantes, hoteles, piscinas, playas, cines, incluso parques y aún en algunas misas…
Una lectora propuso que una bajada del IRPF del 10% por cada hijo animaría el cotarro. Luego hubo quien aportó el dato de que, allí donde se ha hecho, como en Hungría, no se ha notado un cambio sustancial. Yo sugerí que, aunque el efecto no sea directo, sí lo será indirecto, en cuanto se transmite a la sociedad el valor de cada nuevo hijo en el idioma económico que nuestra sociedad entiende. Envidiar a los padres, aunque sólo sea por una desgravación fiscal, es un avance pedagógico. Además, familias numerosas más desahogadas –o, al menos, más equilibradas en sus enormes gastos cotidianos– contribuyen a matrimonios más sonrientes, esto es, a una imagen social más atractiva y ajustada a lo que la paternidad es.
Mas el debate no cesa. Alguien sugirió una exquisita objeción: “¿No creéis que las medidas económicas pro-natalidad son contraproducentes porque justamente alimentan esa pulsión y mentalidad materialista [que aboca a la caída de la natalidad]?”
Si los medios son los fines, el desorden salta a la vista. Quizá los cortos resultados de los incentivos económicos tengan que ver con esta dialéctica de materialismos. Pero, sin olvidar las hondas raíces espirituales de la cuestión, si los medios se quedan en medios, son también imprescindibles para alcanzar los fines. Cuidado con los cantos de sirena del idealismo, porque luego viene la realidad con las rebajas. Lo práctico deviene clave para construir hasta el más noble de los proyectos.
Encima, si pagar impuestos fuese bueno de por sí, como el fin nunca justifica los medios, sería una propuesta más discutible. Verdad que hoy hay una sospechosa ceguera entre los moralistas laicos o religiosos, empeñados en hacernos ver el pago de impuestos como una de las mayores virtudes cívicas. Sin embargo, si la cosa alcanza cotas confiscatorias, la verdadera virtud es la resistencia. Y en este caso, la desgravación fiscal por hijos ya es un bien en sí misma, independientemente de su eficacia natalista. Y como se aplicaría para conmemorar y apoyar un bien mayor, que es un nacimiento, bien sobre bien, miel sobre hojuelas.
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