Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Su propio afán

enrique / garcía-máiquez

Somos los mejores

MI hijo de tres años me da, con enorme ilusión, una noticia impactante: "¡Somos los más guapos del cole!" Se lo ha dicho su profesora y él está, como es natural, exultante de tal excelencia. Mi movimiento reflejo de padre es cuestionar el plural: "Será que 'eres', ¿no?"; pero callo a tiempo. De tamaña caída en el más salvaje instinto paternal me salva el recuerdo de la juventud de la profesora de mi hijo, que me distrae.

Yo también fui un joven profesor y usaba esa técnica de motivación. Dices a un grupo que son los mejores (o los más guapos o los más listos o los más trabajadores o los más responsables o, incluso, todo lo más a la vez), y no te lo discuten nunca. Se ponen, al momento, de tu parte, convencidos de que eres un gran observador y disfrutas de una inteligencia preclara. La envergadura del elogio no importa. Ya se lo explicó Cyrano de Bergerac a Christian de Neuvilette cuando el bisoño cadete le objetó la exageración de sus encendidos piropos a Roxane: "La fuerza del amor propia es tal/ que ella creerá que lo escrito es real". La observación es deslumbrante por exacta; y que nos perdone a Cyrano y a mí doña Ángeles Carmona, presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género del Consejo General del Poder Judicial, a la que no gustan los piropos, ni exagerados ni exactos.

Siendo la observación tan correcta y tan motivadora la estrategia, ¿por qué dejé de usar el elogio colectivo? Me di cuenta de que es la técnica por excelencia del nacionalismo y de que consiste en engañar adulando y viceversa, una mentira doble. Cohesionar y motivar a un grupo a costa de dorarles la píldora frente a los de fuera -completamente distintos, por supuesto, y siempre muchísimo peores- no resulta honesto. Y es, encima, demasiado fácil: la sociedad actual, con tanto narcisismo inoculado, cae infantilmente rendida a los halagos de cualquiera. Todos requerimos, paradójicamente, que nos alimenten la autoestima.

Artur Mas ha convocado elecciones a más de nueve meses vista. Ha dado el pistoletazo de salida para una campaña electoral tan larga como un embarazo. Y embarazosa va a ser, en efecto, esta carrera por ver quién les dice a los catalanes lo más bonito y embriagador. La convocatoria tiene otras dimensiones -políticas, económicas, legales, sociológicas- que ya iremos comentando. Pero a mí, lo reconozco, lo que más pereza me da es la sobredosis de azúcar que se avecina.

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