Fernando Mósig Pérez

Las hermandades en el siglo XX

Mósig aborda una nueva entrega acerca de la memoria de nuestras cofradías

Había que buscar aglutinantes, denominadores comunes, devociones representativas de la localidad, para enfatizarlas y que atrajeran por igual a esa dicotomía social isleña: a la burguesía civil y marinera, y al proletariado urbano. Es en esta época a caballo de los siglos XIX y XX cuando tomaron forma definitiva las dos devociones llamadas a mantener la fe de muchos isleños: la Virgen del Carmen y Jesús Nazareno.

La antigua Hermandad del Carmen mostró desde entonces y durante décadas las dos caras de su moneda evangelizadora: por un lado, una devoción mariana venerada por las clases burguesas isleñas y una institución gobernada mayoritariamente por marinos de guerra, que la declararon Patrona de la Armada Española en 1901; por otro lado, una devoción mariana amada, sobre todo, en el barrio de las Callejuelas, el más modesto de la ciudad, comportándose en este sentido como una hermandad popular o de barrio. No debe extrañar que el municipio contemplara esta devoción isleña como representante genuina de la identidad local, como aglomerado de todas las clases sociales fernandinas, y acabara nombrándola Patrona de la ciudad en 1920, con el refrendo del papa Benedicto XV.

E igualmente se fomentó la devoción a Jesús Nazareno entre las clases humildes, tanto que llegó a ser considerado como un quasi patrón de la ciudad, que oscureció al que lo era oficialmente desde el siglo XVIII. Jesús Nazareno, con fama de milagroso, se convirtió sin duda en la devoción más popular de la ciudad, en el dulce evangelizador de los humildes, en el imán de la fe de los isleños, aunque fuera la fe del carbonero. El fervor religioso tan entusiasta que suscitaba esta sagrada imagen fue una iniciación a la vida de piedad por parte de muchísimos isleños, un lazo, tenue siquiera, con la Iglesia Católica. Y esto fue un valioso resultado, un fruto nada desdeñable de la labor de apostolado de las hermandades y cofradías isleñas a través de la devoción a sus imágenes titulares, a través de sus cultos y procesiones.

Puede decirse que, por entonces, la doctrina social de la Iglesia había resonado en las conciencias de muchos, aunque no lo suficiente como para modificar en profundidad el sistema socioeconómico desigual, ni para atraer del todo a las masas obreras que se iban radicalizando. Aparte de los cultos y procesiones, las iniciativas de acción social por parte de las hermandades eran escasas y puntuales (reparto de pan, limosnas puntuales…). Y la antigua labor misericordiosa para con los hermanos difuntos se había convertido en un pesado lastre económico, aparte de que iba siendo asumida por sociedades mercantiles con ánimo de lucro, hijas del capitalismo.

Es evidente que la Iglesia Católica, y con ella las hermandades, debían buscar en el futuro nuevos cauces para ahondar, tal vez para renovar y actualizar, su vocación de propagar la fe en el pueblo a través de sus cultos y procesiones, y de manifestarla además con obras de caridad y misericordia entre sus hermanos. La etapa histórica siguiente señalaría el camino a seguir.

Pero antes, durante la Segunda República (1931-1936), régimen político que trajo muchas esperanzas de cambios muy necesarios, se demostró que la fe superficial e insuficiente, esa piedad sentimental y frágil de las clases populares, era vulnerable a los embates de la crispación social reinante.

Desde luego, no hubo en la ciudad de san Fernando los furiosos ataques a templos que se perpetraron entonces en Cádiz, Sevilla o Málaga. Pero sí hubo un significativo y oportunista descenso en el número de hermanos, una apostasía de ciertas capas de la población -por moda o por miedo-, y un rechazo hacia la religión católica por parte de aquellos que deseaban romper con el pasado y emprender transformaciones socioeconómicas ilusionantes y radicales.

El gobierno republicano -de hecho y de derecho- impuso cortapisas a la labor catequética y pastoral de la Iglesia a través de su legislación laica, lo que afectó inevitablemente a las asociaciones de fieles. No obstante, a pesar de este clima de tensión, justo es reconocer que las hermandades y cofradías isleñas llevaron una vida cultual interna normal, sin contratiempos remarcables. Aunque en esos años sólo efectuaron procesiones públicas las de la Virgen del Carmen en 1934, y las de Vera Cruz y Nazareno en la Semana Santa de 1935, es decir precisamente cuando gobernaban las fuerzas políticas conservadoras.

En realidad, desde el punto de vista de las hermandades isleñas, el régimen republicano sólo fue un paréntesis de cinco años en su ya larga trayectoria histórica. Y desembocó en otro período histórico favorable a estas confraternidades y a su labor de divulgación de la fe.

5. Al redoble del tambor. Las hermandades en la posguerra. 

Las asociaciones religiosas isleñas conocieron una etapa de impulso, fomento y esplendor durante el régimen político confesional del general Francisco Franco (1936-1975). El catolicismo nacional de la posguerra trajo indudablemente estabilidad, orden y continuidad a estas corporaciones religiosas que desplegaron sin trabas la misión espiritual y social para la que habían sido creadas.

El nuevo régimen político surgido de la Guerra Civil apoyó plenamente a las hermandades, bien por sincera convicción religiosa, bien para conseguir un respaldo multitudinario a través de la religiosidad popular, o bien para usarlas como correas de transmisión ideológica y como agentes de inserción y encuadre social. Las hermandades, por su parte, se adhirieron con entusiasmo y sin fisuras al nuevo Estado, manifestando su adhesión a los dirigentes y al modelo político-religioso del 18 de Julio a través de sus cultos y procesiones.

La ciudad de San Fernando, incorporada desde el comienzo al denominado bando nacional, no padeció la Guerra Civil en vanguardia, pero sí sufrió la represión política y la penuria económica de los años de la posguerra. No obstante, pronto comenzó a crecer gracias, una vez más, a la marina de guerra y a la industria de construcción naval, fomentada decididamente a través de la Fábrica de San Carlos y, sobre todo, de la nueva Empresa Nacional "Bazán".

Estos fueron los puntales sobre los que se apoyó la prosperidad de la vida isleña en esta época. Unos puntales que crearon puestos de trabajo, mantuvieron industrias auxiliares, dinamizaron la economía local… Y atrajeron una población obrera y de servicios que hizo crecer constantemente la demografía local y el urbanismo de la ciudad. Así como la necesidad de las autoridades franquistas de controlar socialmente a todo ese nuevo vecindario.

¿Qué mejor forma de cohesión social y control ideológico que las hermandades? Ellas podían no sólo ganar adeptos para la fe, sino también adeptos para el régimen político. Por ello, los cultos y las procesiones fueron transformados casi en magnos actos institucionales, en atractivos desfiles que discurrían por una "carrera oficial", además de innegables manifestaciones públicas de fe, símbolos de la unión de lo religioso, lo civil local y lo militar naval.

Pero, por encima de ideologías políticas, no cabe la menor duda de que las hermandades y cofradías isleñas rubricaron en esos años una generosa, persuasiva y fructífera lección de fe, aunque supeditada a los objetivos del Estado nacional y católico.

La mayoría de ellas se regeneraron, aprobando nuevos estatutos que derogaron antiguas reglas trasnochadas, adaptándose a la nueva mentalidad de la posguerra. Entre las veteranas, la austera y castrense Hermandad de la Vera Cruz continuó siendo el modelo a imitar. La del Señor de la Columna fue pionera en actos culturales y en importar formas sevillanas en cultos y procesiones. La Cofradía del Santo Entierro fue reorganizada como procesión oficial en 1942. Algunas conocieron una auténtica metamorfosis, como la de Nuestra Señora de la Soledad, que evolucionó hacia una plena cofradía; o la del Cristo de la Expiración, convertida en "El Silencio" de acuerdo con modelos gaditanos e hispalenses.

Gracias a la poderosa influencia del marianismo cofrade sevillano, las dolorosas cotitulares de las hermandades isleñas -Lágrimas, Dolores, Esperanza- comenzaron a recibir también entonces una mayor veneración a través de cultos especiales y de una presencia destacada en las procesiones a través de los nuevos pasos de palio.

Dos de ellas volvieron a ser agasajadas y utilizadas por el poder político: la de la Virgen del Carmen y la de Jesús Nazareno. Aquélla, a través de la solemne coronación de su venerada Titular en 1951 y de su nombramiento honorario como Alcaldesa y Capitán General de la Armada, haciéndola presidir fastos nacionales y procesiones por la geografía isleña más deprimida. Ésta, poniendo al frente de su hermandad a los propios alcaldes de San Fernando o a miembros de la corporación municipal, y convirtiendo a su titular en el venerado Señor de la Isla, en la sagrada imagen con más devoción entre los isleños, en particular entre las clases populares que se le acercaban implorantes.(continuará)

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