Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Qué bostezo
Como tenemos un problema de natalidad y otro de sentido de la vida, los publicistas de la familia nos concentramos en cantar las excelencias de la paternidad. Me parece bien, porque las tiene y porque, sin entusiasmo, no hay mímesis que valga y la gente escapa volando (con Ryanair). Sin embargo, lo cierto es que ser padres también tiene sus espinas, talmente como las tiene la rosa.
Una es que el buenismo es malísimo. Tenía recogido en casa un pato, y con la cosa de no cercenarle su libertad, no le corté la punta de las alas, como me aconsejaron los expertos, y el pato terminó sus días de una forma dramática. Si lo hubiese guardado con más espíritu de granjero que de documentalista de Félix Rodríguez de la Fuente, el pato seguiría parpando feliz entre nosotros. Descanse en paz.
Volviendo a los hijos, que son más importantes, a veces no les queremos imponer las cosas, contagiados del dichoso buenismo y los dejamos libres como patos salvajes. Les damos consejos como si fuésemos de una asesoría externa, que dan avisos aduladores. Y eso no es. Ahora mi hijo está en Irlanda batallando con un inglés que se le escurre como él se me escurrió todo el verano cuando le decía que se apuntase a un intensivo de clases de inglés en vez de ver las nubes pasar desde el sofá del porche.
Son las espinas: ver cómo nuestra debilidad educativa pasa factura a ellos, y no, ay, a nosotros. Ser blando acaba siendo muy duro. Ocurre igual con los alumnos, además de con los patos. Todo aquello que nosotros no enseñemos por no molestar, por no ser pesados, por no resultar intrusistas o invasivos o por el buen rollito, acaba repercutiéndoles. También el mal ejemplo, que lo copian y ahora ellos son reñidos por el desorden que uno les predicó, ay, en la práctica.
Ser padres es lo mejor, desde luego, no tengo duda, pero también a uno se le aprieta el corazón. Lo de menos son las responsabilidades, como se creen los que no las tienen. Lo malo son las irresponsabilidades, que ésas sí que te pesan. A cambio, el sentido de la aventura, la capacidad de mejorar, la alegría de ver cómo se sobreponen a nuestros errores –hijos y alumnos; el pato, ya no– le da a la vida un intenso sabor. Creo que el marketing de la familia hay que hacerlo más en el registro de película de acción que en el de novelita rosa.
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