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BIEN podía haber sido el cardenal Ayuso, andaluz del mundo criado en el barrio sevillano de Heliópolis, pero se nos murió el pasado noviembre a los 72 años cuando parecía llamado a altos servicios a la Iglesia. Antonio Pelayo, el rostro de los telediarios de Antena 3 cada vez que hay noticias en el Vaticano o terremotos en zonas próximas a Roma, se emocionó ayer en una conexión en directo para glosar la figura de Francisco. “Se me ha muerto más que un amigo, se me ha muerto el Santo Padre y un padre que buscaba la fraternidad entre todos porque todos somos hijos de Dios. Y ningún Papa ha sido capaz de transmitir esa cercanía”. Sacerdote y periodista, cinéfilo, culto y viajero, con prestigio contrastado en el cuerpo de corresponsales extranjeros en Roma, Pelayo es el español en vida que más ha tratado a los pontífices de Roma desde Pablo VI. Ejerce un cargo único en la diplomacia española: agregado eclesiástico de la Embajada de España ante la Santa Sede. En ella tiene su despacho desde donde sirve a los altos diplomáticos que han ido pasando por la legación más antigua en un edificio que todo español debería visitar al menos una vez en su vida. Sacerdote que preside los matrimonios de los guardias civiles en Roma, concelebrante de algunas misas en la intimidad del alba con Juan Pablo II, un fijo de los vuelos de Alitalia con los Sumos Pontífices, guía visitantes de toda condición del Palacio de España, desde turistas a cardenales de la curia y de fuera de Roma, pasando por presidentes del Gobierno, ministros, intelectuales, cofrades, etcétera. Pelayo tiene la credibilidad ganada a pulso por sus años de experiencia. Siempre niega que Juan Pablo I falleciera por alguna causa ajena a una muerte natural. Cero bulos. Favorece en la medida de sus posibilidades el buen entendimiento entre los gobiernos de España y la Santa Sede con absoluta lealtad a los embajadores a los que ha correspondido asesorar. Es un libro abierto con el que da gusto compartir una mañana en el brazo de Carlo Magno de la Basílica de San Pedro durante una ceremonia vaticana, o tomarse un Negroni en los salones del incomparable Hotel Plaza. Combina con envidiable destreza la condición de presbítero y periodista. Y así lleva 40 años. Si Pelayo se emociona al despedir a Francisco es porque tiene claro que el argentino ha tenido el acierto de interpretar con precisión las necesidades de la Iglesia en el tiempo actual: estar en la periferia y con los pobres. Hoy no se requiere tanto llenar estadios como arropar a los desesperanzados.
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