La dicha de la inteligencia

Hoy hace veinticinco años que murió Nicolás Gómez Dávila, un pensador cada día más imprescindible

Hoy hace veinticinco años que murió quien está más vivo que nunca. Nicolás Gómez Dávila fue un caballero colombiano nacido en 1913 que pasó la mayor parte de su vida en su impresionante biblioteca de su estupenda casa de Bogotá. Llegó a reunir 33.000 volúmenes y, lo que es más importante, los leía, ¡y comprendía! Leía en español, inglés, alemán, francés, italiano, latín y griego antiguo, pero digo "comprenderlos" en el sentido más hondo. Gracias a esa lectura a fondo escribió aforismos, que llamaba "escolios", porque son comentarios y observaciones al margen de civilización occidental. Arrojan una luz vivísima.

Apenas fue conocido por un escogido grupo de amigos. Después, su influencia ha ido creciendo en círculos concéntricos de apasionados. En España, Siruela ha publicado su obra. Leerle es una "dicha de la inteligencia", que es como definió la verdad. En sus breves frases se aúnan el diagnóstico certero con la expresión afilada: un goce intelectual con un placer sensitivo.

He de avisar de un riesgo, más allá de la irritación que puede provocar en las pieles políticamente correctas y más allá de la posterior conmoción en la cosmovisión que produce, Gómez Dávila nos mide. Él indicó: "Sin lector inteligente, no hay texto sutil". De vez en cuando, a uno se le escapa la gracia de un escolio y tiene que sospechar, ay, de sí mismo. Tras una segunda o tercera lectura, Gómez Dávila suele mostrar, oh, su sutileza; y uno respira aliviado, porque "oír una opinión inteligente reconcilia con la vida".

Reconciliados con la vida… y a cara de perro con el mundo. Gómez Dávila desdeña los premios ("Increíble que los honores enorgullezcan a quienes saben con quienes lo comparten"); es exigente con la Iglesia como un Dante del siglo XX ("Los católicos no sospechan que el mundo se siente estafado con cada concesión que el catolicismo le hace"); blande acerada crítica literaria ("Las ideas confusas y los estanques turbios parecen profundos") y no deja títere ni tópico con cabeza.

Suyo es el escolio que guía estos artículos: "Mientras lo que escribimos no le parezca obsoleto al moderno, inmaduro al adulto, trivial al hombre serio, tenemos que volver a empezar". Dijo que "más grave que ignorar a un gran artista es pasmarse ante un mediocre", como dándonos un elegante permiso para desconocerle; pero sucede, sin embargo, que su lectura es un imprescindible desvelador de mediocridades.

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