Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Merece la pena?
XAVI, el paleta. Vino a casa a arreglar algunos desperfectos que había provocado la renovación del apartamento vecino. Me contó que había hecho la mili en Extremadura. "Allí odian a los catalanes, nos tiraban piedras al pasar el tren", "Hombre, habría más que catalanes en ese tren", le dije. "No en Andalucía, eh, en Extremadura", me aclaraba sin escuchar porque ya le había dicho yo que era andaluz y no quería guerra conmigo, "aquí entre la gente no hay problema, eh", decía mientras allanaba la pared, pero quería criticar a los otros, no a mí sino a los otros. Esto no va contigo, tú ya estás aquí, tú ya formas parte de esto. Luego me dijo que tenía una novia rumana pero que su novia odiaba a los rumanos. Yo lo miraba espantado y debió notarlo. Y unos segundos después me confesó que su padre era de Almería. Seguramente fue una de las confesiones más demoledoras que he tenido nunca con un desconocido y en menos tiempo, apenas unos diez minutos. No hubo una cerveza ni un cigarrito de por medio, nada, todo fue así a bocajarro, soy un catalán que se siente agredido por el resto de España, que entiende que uno odie sus orígenes porque además yo soy hijo del sur. Mare de deu, ¿qué le hicieron a este hombre? Quedamos en que alguien se pasaría a pintar, ese fue el pacto, aún estoy esperando.
Los vecinos. Era un día tórrido de agosto, en el portal había una pareja de ancianos, él en camiseta de tirantas, slip grana y cangrejeras llevaba una bolsa de red con una botella de casera llena de tinto y pomada en la frente contra las verrugas, ella con una bata ligera azul cielo y margaritas blancas, me sonreí por la entrañable estampa digna de una escena de la Trinca. Nos preguntaron de todo, muy habladores, muy simpáticos. También su yerno era del sur, de Algeciras. A las semanas me crucé en la escalera con el Carles, el vecino del ático, bajito, risueño, "Millor et parlo en català , que el castellà no em surt. I així aprens també". Una tarde de invierno, mientras trabajaba en casa, escuché gritos desesperados en la escalera. La señora se había caído y su cuerpo yacía a lo largo sobre los escalones mientras gritaba por la impresión y el dolor. Mi mujer llamó a la ambulancia, yo me quedé con la señora sentado en la escalera casi una hora mientras llegaban los servicios médicos. Balbuceaba en catalán, muy asustada, pero me apretaba con fuerza la mano y yo intentaba tranquilizarla acariciándosela. La visitamos después un par de veces pero estaba en cama, aunque cada vez mejor, y no pasamos el umbral de la puerta. Hasta hoy.
Correr. Los domingos corro hasta Badalona. Lo hago desde Gracia, bajando por la Paseo de Sant Joan, hasta el Arco del Triunfo, la Ciutadella y sigo por el paseo marítimo del puerto olímpico. Es seguro una de las más bellas carreras del mundo. La primera vez que lo hice llegué hasta una fachada con la imagen gigantesca de la etiqueta de Anís del Mono. Recordé la Navidad, la mesa de camilla, a mis tías y mi madre con su copita de anís. Las risas, los villancicos. Justo en ese momento, salió de un sótano donde se alquilaban botes y bicicletas el sonido de una banda de cornetas y tambores. Miré el mar. El paisaje es importante. El paisaje nos inunda, es un buen invasor, viene para quedarse, para ampliar el horizonte.
La prensa. El agosto pasado, cuando me trasladé a Barcelona desayunaba todos los días con La Vanguardia. Faltaba apenas mes y medio para las autonómicas y el carácter de las elecciones me estaba provocando tal estado de ansiedad que todos y cada uno de los artículos de la cabecera monárquica -con honrosas excepciones- herían de una manera u otra mis no tan profundos sentimientos de pertenencia a España o Andalucía. ¿Qué me estaba pasando? Y pensaba, si leo otra vez a la Rahola decir "esta es la revolución de la sonrisa" o al Juliana "estamos viviendo un proceso único en Europa", tiro el diario a la basura. Pero no era sólo eso, por todos los santos, cómo me podía ofender que un articulista atacase sin piedad al PSOE andaluz, pues ocurría. Nada puede la razón. Lo pienso ahora con cierta perplejidad y entiendo que fue entonces cuando me empecé a convertir en un "invasor". Es más sutil de lo que se piensa porque es una enfermedad del alma. También le pasó a Kitaj. Sentirse atacado despierta monstruos, le pasa a los catalanes, no lo dudo, pero nos pasa a los que no lo somos y vivimos en Cataluña. La culpa no es sólo de una política cínica, podrida y demente ni de la opinión que ha coreado con escalofriante frivolidad los eslóganes más ruines y taimados que se han leído en el último lustro sobre las relaciones de los catalanes con los españoles, la culpa es mía, por sentarme cómodamente a ver qué pasa.
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