LA pasarela Cibeles del fútbol mundial se reproduce cada año. Entregan un balón de oro a los de siempre y lo que importa es quién viste a quién. Me produce asma tanto olor a colonia, tanta peluquería moderna. Mi foto de fútbol favorita es George Best hasta arriba de barro en el 67 y con la cara descentrada, quizá se había tomado unas copas la noche anterior. Me gustó ver a mi Atleti ganando al Celta con los jugadores empapados, trabajando en un campo rodeado de inundaciones. Caras empapadas, piernas pesadas. Pero vayamos a los lunes de los oscar del fútbol. El rollito siempre va de lo mismo. Messi pone cara de bueno y Cristiano pone cara de malo. Cristiano mira a Messi como diciendo vas hecho un fantoche y Messi mira a Cristiano como diciendo pedazo de pijo de mierda, otra vez te la vas a comer. Un chico de Rosario y otro de Madeira en la cúspide del mundo, escupiénsode con buenos modos. Venga, vale, son muy grandes, pero a mí Messi y Ronaldo no me dicen nada, no me gusta el fútbol que hacen porque a mí lo que me gusta es muy feo y no le puede gustar a nadie. A mí me gusta el fútbol que aburre y que suda pero esto tiene que ver con mis gustos artísticos. No discuto la estética resplandeciente del fútbol de ambas estrellas, uno con su desborde imposible y otro con sus zarpazos impensables (creo recordar). Digamos que el cuadro es bonito. Yo soy de pinturas espantosas, pinturas de desesperación y dientes apretados. Hace poco acudí a ver una exposición de Edvard Munch, el que dibujó los gritos. La primera sala se llamaba Muerte, la segunda Angustia, la tercera Celos, la cuarta Vitalismo. Un tipo que tenía pinta de esquiador o balocentista, más guapo que todas las cosas, le dijo a su novia: "Mira, vitalismo, lo mismo aquí hay algún cuadro bonito". No, no había un cuadro bonito, pero por la tele no paraban de poner cuadros bonitos de sus Messi y sus Ronaldo, los mejores jugadores del mundo. Ellos, de etiqueta.