Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Pablo y Pedro
EXPLICÁBAMOS días atrás cómo, siendo un hito fundamental en la historia de España, el tropezón de Cristóbal Colón con un continente más tarde bautizado como América cuando buscaba las riquezas de las tierras de oriente obligó al rey de España a buscar un paso al Pacífico que permitiera establecer relaciones comerciales con las Indias. Con tal motivo se despachó en 1519 la expedición de Magallanes, compuesta por cinco naos y cerca de 300 hombres, de las que sólo regresó una, la Victoria, con 18 espíritus famélicos a bordo.
Con las especias que trajo la Victoria se hicieron ricos sus tripulantes, los reyes, algunos nobles y la familia Fugger, banqueros y prestamistas de las principales monarquías de la época, aunque la epopeya de la nao demostró también que la ruta del estrecho más tarde bautizado como de Magallanes resultaba inviable desde el punto de vista comercial. De ese modo, Carlos I dio dos órdenes inmediatas: la partida de una nueva expedición, esta vez al mando de García de Loaysa, y la búsqueda de otro paso por el norte del continente recién descubierto.
El intento de encontrar un paso por el noroeste resultó infructuoso, aunque dio lugar a una búsqueda tan romántica como cruel que tardaría varios siglos en resolverse, y en cuanto a la expedición de Loaysa, compuesta por siete naos, una de ellas, la EspírituSanto, al mando de Elcano, resultó otro fracaso, pues seis se perdieron en un océano Pacífico que no hizo honor a su nombre, aunque uno de los pocos supervivientes de la expedición resultaría trascendental en el establecimiento del Galeón de Manila como vector comercial de España con las colonias. Me refiero a Andrés de Urdaneta, un joven guipuzcoano de sólo 17 años en el momento de enrolarse con Elcano.
En 1528, visto el tiempo transcurrido sin noticias de la expedición de Loaysa, Hernán Cortés envió la nao Florida en busca de noticias, y cuando esta quiso regresar a Acapulco a informar de que únicamente una nave había conseguido alcanzar la tierra de las especias, se vio incapaz de encontrar el viento de regreso. Así como el continente americano había representado un obstáculo para Colón a la hora de llegar a las Indias, otra muralla invisible impedía a los buques españoles establecer una ruta de regreso en el Pacífico. España había renunciado a la búsqueda del paso del Noroeste pensando en un modelo de comercio consistente en una flota que uniera Cádiz con Veracruz, esta con Acapulco mediante carros de bueyes, y la capital porteña con Manila mediante un galeón. Sin embargo faltaba cerrar el círculo estableciendo la ruta de regreso entre estas dos poblaciones a través del océano Pacífico, el tornaviaje.
A lo largo de los siguientes años la ruta del tornaviaje se buscó repetidamente, seis veces mediante expediciones de cierto empaque, la última en 1545 a cargo del explorador Villalobos; pero todos los intentos resultaron vanos. El alisio del Pacífico se mostraba mucho más caprichoso que el del Atlántico. Una barrera invisible seguía impidiendo a los buques españoles cerrar el círculo comercial. El tornaviaje se convirtió en una obsesión.
En 1564, más de cuarenta años después de la llegada de Magallanes a las Filipinas, Felipe II ordenó una nueva expedición, poniendo al frente de la misma a Andrés de Urdaneta, que para entonces había acumulado una gran experiencia en la navegación a través del Pacífico y había vivido cerca de diez años en Filipinas. El guipuzcoano, que para entonces había tomado los hábitos y era fraile agustino en un convento de México, aceptó la propuesta real pero declinó el mando de la expedición, proponiendo en su lugar a Miguel López de Legazpi, vasco como él y que acababa de cumplir sesenta años, que había fundado la ciudad de Manila y que había sido el primer gobernador de la Capitanía General de Filipinas, por lo que tenía buena fama como administrador, aunque estaban por ver sus dotes como marino.
La expedición, compuesta por una pequeña urca, dos naos, SanPedro y SanPablo, y dos pataches, SanJuan y SanLucas, partió del puerto de la Barra de Navidad en noviembre de 1564 y, tras llegar a Filipinas sin novedad, se aparejó para zarpar de Cebú el primero de junio del año siguiente. Tras arrumbar al nordeste siguiendo el consejo de Urdaneta, los buques encontraron una corriente favorable que les ayudó a superar las zonas desventadas, poniendo a continuación rumbo al sureste hasta avistar, el 18 de septiembre, las costas de California, llegando a Acapulco el primero de octubre. Durante la navegación una fuerte tormenta dispersó a los barcos y, para sorpresa de Urdaneta, al llegar a Acapulco se encontró con que el patache SanLucas había llegado un mes antes, gesta nunca divulgada ni aclarada debido a oscuros intereses políticos.
Establecido el puente, comenzó la historia del Galeón de Manila, que duró 250 años y según las épocas fue protagonizada por una nao, fragata, patache o incluso navío cuando la carga exigía buques de mayor porte. Se hicieron un total de 108 viajes y, contra la creencia general, sólo cuatro fueron capturados por corsarios enemigos. De Cádiz a Manila el galeón transportaba los caudales de la guarnición y, principalmente, clérigos, militares y puntos filipinos, que era la voz para asentar en el cuaderno de bitácora a los jóvenes de buena familia que habiendo cometido alguna falta, generalmente de faldas, se les quitaba de la circulación hasta que el asunto quedara olvidado. De Manila a Cádiz, pasando por México, el buque regresaba con especias, seda, marfil, porcelana y toda suerte de textiles, vestidos de algodón, alfombras y tapices que hicieron de la capital gaditana la ciudad pionera en materia de coloniales y ultramarinos.
El final del Galeón de Manila llegó, entre otros factores, de la mano de las insurrecciones en México, cuando en 1811 se prohibió a la fragata Magallanes atracar en Acapulco. Fue el principio del fin de otra gesta española que comenzó hace hoy 450 años. De alguna manera todo empezó con Magallanes y terminó con un buque que precisamente llevaba su nombre. Caprichos de la historia.
También te puede interesar
Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Pablo y Pedro
Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Qué bostezo
La Rayuela
Lola Quero
Lo parasocial
Con la venia
Fernando Santiago
Los que ponen la primera piedra
Lo último