En tránsito

Eduardo / Jordá

Vuelo sin motor

17 de julio 2013 - 01:00

EN términos políticos, nuestra situación es ésta: estamos volando en un avión de pasajeros, a treinta mil pies de altura, cuando de repente descubrimos que el piloto ha falsificado su licencia de vuelo y es posible que no lleve combustible suficiente en el depósito. Y al mismo tiempo descubrimos que el copiloto, que debería hacerse con los mandos del avión porque vivimos una emergencia, tampoco tiene título ni licencia de vuelo, ni está en condiciones de garantizar que va a poder llenar el depósito. Y peor aún, no hay nadie en el avión que esté capacitado para pilotarlo. ¿Cunde el pánico entre el pasaje? ¿Empezamos a chillar, a gritar, a santiguarnos? Misteriosamente, no.

¿Por qué? Porque en los últimos cinco o seis años hemos averiguado dos cosas muy importantes. Primero, que la idea del avión en el que todos vamos de pasajeros, con un piloto que nos lleva a nuestro destino, es una fábula que sólo se tiene en pie porque no sabemos vivir, igual que los niños, sin fábulas que nos ayuden a conciliar el sueño cuando se hace de noche. Y segundo, que nadie sabe pilotar un avión, y por mucho que haya gente que presuma de saberlo, en realidad se trata de un mito en el que creemos porque nadie puede vivir sin dejarse engañar por alguna clase de mito. La triste verdad es que en estos tiempos no hay pilotos capacitados para volar, ni controladores de vuelo que puedan guiarlos, ni siquiera técnicos que puedan echarles un cable desde una torre de control. Y todos sabemos que se vuela sin motor, a la buena de Dios, con una especie de piloto automático que funciona -o no funciona- sin que nadie sepa muy bien ni cómo ni por qué.

Así que todos, aunque en teoría creamos estar volando en un avión de pasajeros, sabemos que en realidad estamos flotando en el vacío, a merced de la gravedad, confiando en caer en algún sitio donde no nos rompamos la crisma. Y en el fondo nos da igual que el piloto sepa o no sepa volar. Nos molesta, claro está, que nos haya engañado, igual que nos molesta que los organizadores del vuelo (o mejor dicho, del cuento chino del vuelo) sigan llenándose los bolsillos a nuestra costa. Pero nosotros sabemos que nuestra vida ya no consiste en volar, sino en practicar peligrosos deportes de riesgo a los que se nos obliga a participar, nos guste o no: el parapente, por ejemplo, o el puenting, o el lanzamiento por sorpresa con un paracaídas que nunca sabremos si se abrirá a tiempo. Y sólo podemos confiar en la suerte. O rezar para que no nos estrellemos de mala manera.

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