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opinión

Manuel Romero Bejarano /

Vejer de la Frontera

AJoanina Quirós, vejeriega de pro. Hubo un tiempo en que nuestra tierra tuvo miedo. Los moros mataban a los cristianos, los cristianos mataban a los moros y todos se escondían detrás de altas murallas. Hubo un tiempo en que salir al campo era un peligro, porque el enemigo estaba muy cerca. Años de cosechas quemadas y ganado sacrificado. Tiempo de prisioneros, héroes y villanos. El imperio de la guerra, el dolor y la muerte. Una frontera bañada en odio, llena de caballeros valerosos y reyes moros, alianzas y traiciones. La Edad Oscura preñada de romances y leyendas, preciosos velos de seda que cubren siglos de horror y miseria.

…yo le dije mora bella, yo le dije mora mía, deja beber mi caballo de esa agua cristalina.

-No soy mora, caballero, que soy cristiana cautiva, me cautivaron los moros el día de Pascua Florida…

Días tristes que se llevó el Levante. Destilando el llanto, cerrando las heridas, limpiando el sudor y el barro. Dejándonos sólo la belleza más pura, el fulgor que escondía un tiempo manchado con la sangre de miles de inocentes.

Ahí está Vejer, la ciudad que un día, asustada se subió a una peña y cerró sus puertas. Asomada a sus almenas vio cómo todos querían conquistarla. Conoció tropas que cruzaban el Estrecho matando en nombre de Dios. Se rindió a nobles castellanos que arrasaron su tierra, sembrando desolación con la cruz en la mano. Divisó grandes batallas en La Janda, piratas berberiscos en sus playas y el monumental desastre de Trafalgar. Vio cómo el destino iba sumando muerte a la muerte. Temblando acurrucada en su peña hasta que poco a poco el viento africano arrastró el Mal muy lejos y Vejer durmió mientras el Levante le susurraba palabras hermosas. Jamás despertó...

Vejer brilla en su sueño desparramada en la montaña. Alzándose entre las dehesas, besada por la brisa del océano, asombrando a propios y extraños con su blancura, sintiendo muy lejos el rumor del río Barbate y la música de las olas de El Palmar. Un espejismo entre alcornoques y pinos. Un capricho de la historia, que se divirtió jugando con muchas generaciones de vejeriegos sin poder nunca acabar con ellos. Un tesoro al alcance de cualquiera.

Subir a la ciudad es soñar con ella y respirar por la cal de las paredes. Perderse por sus calles, recibir con las manos limpias el premio que nos guardaron siglos perversos. Probar a ser moros tomando té en las azoteas que besa el sol de la tarde, a ser caballeros cristianos que otean el horizonte desde un castillo diminuto. Tragarse de golpe la historia del arte al entrar en la parroquia del Divino Salvador, la obra congelada. La arquitectura gótica que se detuvo para abrazar al un templo mudéjar donde no caben más adornos llegados de todas partes, desde Francia a La Alhambra, de Fez a Castilla.

Vejer duerme inundada de paz en los brillantes azulejos de la plaza de España, en los arcos del callejón de las Monjas, en la negrura de las cobijadas, en el perezoso reloj del Ayuntamiento, la máquina que certifica que todo sigue igual día tras día. Aunque abran y cierren hoteles y restaurantes. Aunque ahora surferos alegres y rubios pisen sus calles.

Vejer no quiere despertar. Quizás por miedo a nuevos enemigos que vuelvan a ensuciar de desgracia sus casas de nieve. Tal vez porque esté muy cansada de sufrir tanto. Por eso sigue con su sueño eterno y brillante. Por eso, mientras nos bebemos su belleza, hay que pasar de puntillas sobre sus adoquines para no interrumpir el arrullo del Levante.

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