EL mes por excelencia de las vacaciones se tiñó ayer en España de "dolor" y "horror", por utilizar las palabras empleadas por el rey don Juan Carlos, con el terrible accidente aéreo ocurrido en el aeropuerto de Barajas, donde un avión de Spanair con 172 pasajeros -dos de ellos bebés- y nueve tripulantes se estrellaba durante la maniobra de despegue. La magnitud de la tragedia, con 153 muertos y 19 heridos, sólo puede, en un momento inicial, dejar paso al luto de la sociedad y a nuestra solidaridad con las víctimas y sus familiares, para quienes la fecha del 20 de agosto de 2008 ha quedado marcada para siempre a sangre y fuego. Lo que se aventuraba como el inicio, en algunos casos, y el final, en otros, de unas vacaciones soñadas, se truncó en esta jornada con el estallido de un motor y sus funestas consecuencias. Del paraíso al infierno en una fracción de segundo. La consternación provocada por la tragedia del vuelo JK5022 de Spanair alcanzó tal dimensión que el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, se refirió a un dolor comparable con el sufrido el 11-M , aunque las víctimas de aquel día aciago fueran provocadas por la mano asesina de los terroristas. No en vano, el Gobierno activó el llamado Protocolo 11-M para afrontar la catástrofe, principalmente en lo concerniente a la concentración e identificación de cadáveres.

En cuanto a las causas que han provocado tan desdichado accidente, tiempo habrá para conocerlas a fondo una vez que los organismos pertinentes aborden la investigación de la caja negra del avión y las propias características de éste, un aparato con 15 años y perteneciente a una de las gamas más exitosas de su fabricante, la McDonnell Douglas estadounidense. Aventurarse ahora a especular con lo sucedido no entra más que en el terreno de la elucubración. Ello no quita que esta tragedia sirva, más adelante, para que las autoridades reflexionen sobre la saturación que sobre todo en fechas estivales sufren los aeropuertos y, por extensión, el tráfico aéreo.

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