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Rafael Padilla

Ponzi y las pensiones

CARLO Ponzi fue un delincuente innovador. Inspirándose, dicen, en el primer sistema de seguridad social estatal que instaurara Bismarck en Alemania, se le considera el creador del timo piramidal, un engaño, aún hoy, de tozuda eficacia. Entre 1919 y 1920, amasó millones de dólares prometiendo a los inmigrantes italianos en Estados Unidos rentabilidades de vértigo, hasta del 100% en tres meses. La peripecia de Ponzi terminó como se imaginan: cuando no pudo ingresar en la base lo suficiente para remunerar al vértice, el escándalo, la ruina de muchos y la cárcel pusieron fin a su milagrosa empresa.

La idea, sin embargo, inexplicablemente pervive. Nunca han faltado -ni faltarán- inversores deslumbrados, dispuestos a tragarse un cuento que siempre acaba igual. En España, con especial éxito: casos como los de Sofico, Fidecaya o Gescartera, entre otros muchos, algunos de rabiosa actualidad, demuestran que al españolito se le emborracha la neurona a la vista de intereses de dos dígitos. No es que seamos los más tontos (Madoff, el aventajadísimo discípulo, ha conseguido empitonar a genios de todo país, preparación, raza y coeficiente intelectual), aunque quizá sí los de peor memoria y ambición más cándida.

A pesar de no ser esto baladí, lo que verdaderamente debería inquietarnos es reparar en que el esquema Ponzi no parece sólo anzuelo para el desvarío de particulares. Se ha denunciado que los sistemas públicos de Seguridad Social siguen idéntico patrón. En la medida en que las pensiones son pagadas con los ingresos recibidos de las siguientes generaciones, el invento únicamente funciona si entra más de lo que sale. Y, a la inversa, es inviable y está abocado al colapso de no darse esas condiciones óptimas. Como, además, las previsiones de futuro anuncian una irreversible disminución de los trabajadores activos, cada vez menos prolíficos, en conjunción con una creciente masa de jubilados, cada vez más saludables, no bastarán edades prorrogadas, cálculos ampliados, ni cotizaciones agravadas para sostener el edificio.

Argumentan sus defensores que aquí no hay intención de engañar y que, al cabo, en caso de ser necesario, el Estado pondría la diferencia. ¿De dónde?, me pregunto yo. ¿De otros impuestos cada vez más asfixiantes? ¿Es tan difícil de entender que los recursos son limitados, que las teóricas reservas son ridículas, que los estados también quiebran y que el mecanismo, por ende, tiene sus días contados?

Tal vez está llegando la hora de sustituir -al menos paulatinamente- el famoso sistema de reparto, piramidal guste o no, por un sistema, por ejemplo, de capitalización individual en el que cada trabajador ahorre lo que estime conveniente para asegurarse su vejez y decida cuándo y con cuánto quiere retirarse. Urge una nueva fórmula que evite lo que amenaza con convertirse, dolo ya hay, en la mayor estafa de la Historia.

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