Saliendo sin salir de la desdichada actualidad internacional de estos días, tal vez no sea ocioso recordar que hace sólo unos meses se reeditó, en la editorial Confluencias, un libro ya clásico de Robert Byron, Viaje a Oxiana, donde el británico narraba su itinerario de mediados de los años treinta por tierras de Persia y Afganistán, emprendido con idea de rastrear los orígenes de la arquitectura islámica. Según afirmaron sus contemporáneos, especialmente quienes como Evelyn Waugh -un íntimo amigo de juventud reconvertido en rival y detractor, quizá porque se parecían demasiado- detestaban sus opiniones heterodoxas y su esnobismo, Byron no era un gran erudito ni tenía conocimientos muy sólidos, pero su escritura afilada y la originalidad, la brillantez y la ironía de sus juicios les dieron a sus libros un encanto singular, muy admirado por devotos y continuadores como Bruce Chatwin. En el prólogo que escribió este último para una reedición del Viaje, firmado poco después de la invasión soviética del país y titulado Un lamento por Afganistán, no dudaba en calificarlo como "texto sagrado". El propio Chatwin, que conocía bien aquel "mundo risueño y extraño", decía haber seguido el rastro de Byron como otros seguían los de Alejandro o Marco Polo. Suele afirmarse y no sin motivo que los ingleses se muestran a menudo desdeñosos o condescendientes con los naturales de las regiones que atraviesan, pero cuando Chatwin entona su lamento recuerda no sólo los lugares, sino también a las personas que le dejaron huella. Y no olvida apuntar que Byron, que murió cuando su barco fue torpedeado por un submarino alemán, había sido un decidido adversario de la política de apaciguamiento o contemporización con los nazis. El puzle de lenguas, etnias y culturas en Asia Central es tan complejo que incluso con la ayuda de los mapas se hace difícil de descifrar, tanto más si les sumamos a las actuales divisiones políticas las demarcaciones históricas y los contornos de las civilizaciones perdidas. El gran río que los griegos llamaron Oxus ha tenido muchos nombres y hoy recibe el de Amu Daria, sirve de frontera norte de Afganistán y acoge en su cuenca a Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán. Mermado por las infraestructuras de riego que los soviéticos planificaron para los cultivos de algodón, el curso bajo, que en otro tiempo había desaguado en el Caspio, desembocaba hasta hace unas décadas en el casi desaparecido mar de Aral, transformado en una planicie desértica. Mientras los vientos esparcen el polvo venenoso, mezcla de fertilizantes, pesticidas y restos de armas biológicas, en las antiguas riberas se oxidan los barcos abandonados.

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