Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Merece la pena?
LA degradación progresiva de la actividad escolar sea, tal vez, una de las causas más tristes en la que se esconde la realidad tras el simple hecho de un inocente cambio de nombre. Desde un tiempo a acá, con un propósito no muy claro, aparece con frecuencia en los medios, en general, y en las instituciones, en particular, la utilización del término enseñante como sinónimo de maestro, de educador.
Hasta hace relativamente poco tiempo, las personas dedicadas profesionalmente a la enseñanza y a la educación eran llamadas por todo el mundo maestros o profesores; hoy, muchos de estos profesionales se llaman a sí mismos enseñantes o trabajadores de la enseñanza.
Evidentemente, hay una razón para ello; puesto que la función del que desarrolla un trabajo en un centro escolar es la enseñanza. Lo que sucede es que con el cambio de terminología se hace superficial una tarea que debería ser más profunda, ya que enseñar significa mostrar, exhibir… hacer ver algo, en definitiva.
En la función docente, por el contrario, el enseñar del profesor o del maestro es ayudar a descubrir la realidad con la intención de que ese descubrimiento sirva como factor de desarrollo de las posibilidades personales de conocer que tiene aquel a quien se enseña.
Enseñante es el comerciante que muestra su mercancía con evidente intención de que la compren; enseñante es el empleado de una librería que nos muestra distintos catálogos con igual intención; enseñante es el agente de circulación que indica el camino a seguir; enseñante es el guía de una agencia turística que nos explica la monumentalidad de una ciudad, etcétera.
En cuanto a que el profesor o maestro se llame trabajador de la enseñanza hay también otra razón, ya que la enseñanza es un trabajo, evidentemente; como también lo es hacer el pan o arar una finca. De cualquier modo, me resulta desconsolador la utilización del término porque se adivina un trasfondo discriminador, minimizador y corrosivo en el intento de rebajar la noble, sacrificada y generosa misión de educar por mucho que se empeñen algunos líderes sindicales en argumentar que son trabajadores de la enseñanza porque trabajan y les pagan para ello.
Estamos de acuerdo en que el profesor tiene derecho a que su trabajo sea retribuido para poder llevar una vida digna y decorosa, de acuerdo con su preparación y función social. Pero no se puede admitir el que la justificación retributiva se presente como causa principal de la dedicación profesional.
En toda tarea docente entran en juego las condiciones personales del profesor, como factor que, imprescindiblemente, ha de influir en el proceso de aprendizaje del alumno.
Los conocimientos que el profesor ha de poseer sólo son una parte en el proceso educativo. Hemos de tener en cuenta que la acción docente no tiene la misma calidad y eficacia cuando se realiza de una forma ilusionada que cuando se lleva a cabo simplemente por el provecho material.
Renunciar a llamarse maestro para llamarse "trabajador de la enseñanza", porque se cobra un salario; renunciar a llamarse profesor o maestro por llamarse "enseñante", no son simplemente actitudes realistas que colocan la profesión en su lugar adecuado sino es renunciar a considerar que la acción docente es una tarea profundamente humana.
Cuando no se acepta la diferencia esencial del hombre respecto a la materia, cuando no se le considera portador de valores y se tiene un concepto mecanicista del hombre y de la educación, nos da lo mismo hablar de maestro, profesor, enseñante o trabajador de la enseñanza, porque en el fondo no se le está considerando su tarea esencialmente humana.
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