Laurel y rosas

Juan CArlos Rodríguez

La "Fiesta del estero" de Valverde

SALVADOR Valverde (Buenos Aires, 1895-1975) fue un poeta y periodista, conocido ante todo por ser uno de los estandartes de la copla andaluza. Componente de aquel "tridente" -como se dice ahora erróneamente- de la canción que formaban otro poeta extraordinario, Rafael de León, y el compositor Manuel López Quiroga. No hace falta recordar -ni cantar- algunas de esas coplas que de boca en boca van y nunca nos cansamos de oír: Ojos verdes, María de la O, Maricruz, por citar solo tres imprescindibles en la memoria y el presente de la canción andaluza que firmaron Quintero, León y Quiroga. Ni tampoco ahondar en la maestría literaria que alcanzaron -muchos más allá de la copla- tanto Valverde como, especialmente, Rafael de León. Ambos llevaron la cruz que le tachaba de "cupleteros" para no reconocerles como lo que realmente eran: poetas imprescindibles de la Generación del 27. Pero ese es, ya, otro escenario y otra historia, interesantísima también…

De padres andaluces, Valverde creció y vivió entre Málaga y Sevilla, siempre escribiendo versos y soñando en llegar a ser como Rubén Darío y sus "cantos de vida y esperanza": "Yo soy aquel que ayer no más decía/ el verso azul y la canción profana,/ en cuya noche un ruiseñor había/ que era alondra de luz por la mañana". Sevilla y Rubén forjaron la literatura de Valverde, que emprendió una azarosa carrera en la zarzuela, el teatro, la narrativa, la poesía y el periodismo. Éste es el que nos interesa. En 1926, aún antes de conocer a Rafael de León y dar rienda suelta a la memoria sentimental de un país -lo hicieron en 1930 en la academia de Quiroga en Madrid, Rafael de León aún con 21 años, Valverde ya había cumplido los 35-, Salvador Valverde había publicado unos cuantos relatos en la revista "Blanco y Negro", referente sin duda en la España de aquel momento, bajo el título genérico de "Escenas andaluzas". Uno de ellos, "La fiesta del estero", transcurre en las salinas chiclaneras. Prácticamente olvidado -como toda la obra de Valverde que excede las letras de las coplas- el relato merece, y mucho, rescatarse en cuanto aporta a la exigua literatura sobre nuestra ciudad. Así como los dibujos de Ángel Díaz Huertas y las fotografías de Iglesias que los ilustran.

Costumbrista, y de una ambición social indudable, "La fiesta del estero" es un testimonio singular sobre un modo de vida extinguido. La trama, las descripciones, los personajes de Valverde remiten sin duda al universo de sus coplas: "Muchos esteros hay de Cádiz a Chiclana, sin olvidar los de San Fernando, a cual más bonito, pero ninguno tan juncal y tan famoso como el de «La Juana». Aquello compadre -escribe- más que un estero parecía un alcázar". El propio Valverde pone en situación al lector, consciente de que debe, ante todo, explicarle qué es aquello: "¿Estero?, se preguntarán algunos". Y responde descriptivamente: "Es, por consiguiente, la despensa de la casa. Desde la anguila y el albur, hasta el lenguado y el langostino, pueden verse allí, vivitos y coleando a la espera de que el ama les meta mano y les pase a mejor vida".

Es el estero de esa salina que no identifica, solo dice de ella que es "la más rica y dilatada de todas las chiclaneras" -en la "Guía Anuario" de 1919 se enumeran 38 ni más ni menos- y que la rige La Juana, "con sus cuarenta primaveras, viuda y apetitosa más que los langostinos de su estero" y que "no descuidaba éste por la salina ni la salina por la casa, sino que estaba en todas las faenas y tenía siete ojos para seguir la labor de sus bolichones". A la Juana, en tanto, aún le quedaban otros dos ojos para vigilar a su hija, Juanita, "que había perdido el corazón entre las pirámides de sal de un estero vecino" con, y así lo escribe, "el hormiguilla más pobre y desastrado", a la sazón llamado Pacorriyo.

Valderde prosigue describiendo aquel amor imposible y la labor de Pacorriyo en esa salina que se disponía a vivir la "fiesta del estero", con la que se cerraba "la recogida de la blanco cosecha" mientras corrían las cañas de vino, el pescaíto frito y el cante por alegrías: "En las salinas de Cái/ vive la que yo más quiero/. Quien fuera pé de la má/ y se colara en su estero". Y en ese revés tan propio de la copla, aquella fiesta se viene abajo cuando Pacorriyo, con sus dieciséis años y cara de hombre, hace frente a la Juana, quien de una tunda había querido quitar a su hija las ínfulas y los amores por el hormiguilla. Éste anuncia solemne que se va a "Buenos Aires der Plata" y cierra las cuatro páginas del relato con un: "Ea, madrina, ya no la volverá a pegá por mi curpa". Y allá se va, hacia la Argentina, mientras la niña, la Juanita, "pone fin con sus lágrimas y sollozos a la alegre fiesta del estero". Es la visión trágica con la que Valverde adorna un texto que sirve de excepcional testimonio -con el adorno trágico de la copla, sin duda- de aquella Chiclana de 1926. De hace solo noventa años, pero parece que han pasado siglos. Y fue ayer.

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