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Luis Chacón

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Los estragos de la estupidez

Asumir riesgos, careciendo de las mínimas habilidades o conocimientos necesarios, es la quintaesencia de la estupidez

Recoge Andrew Roberts, en su magnífica biografía de Churchill, una carta que envió al rey Jorge VI en la que le informaba sobre los graves desacuerdos que a causa de la Conferencia de Casablanca, mantenía con el general De Gaulle y en la que, con evidente sorna, afirma respecto al líder de la Francia Libre que: «Su insolencia puede basarse en la estupidez más que en la malicia». Tendemos, con demasiada frecuencia, a ver maquiavelos donde no hay más que meros estúpidos, sean integrales, relativamente habituales o meramente circunstanciales. La estupidez es el envoltorio perfecto para el orgullo desmedido, el engreimiento de los vanidosos, la credulidad del insensato o el prejuicio de quien prefiere mantenerse en sus ideas preconcebidas sin darle una oportunidad a la razón. Y, sobre todo, de aquellos que solo buscan su propio interés, resultándoles indiferente cuánto daño pueden llegar a hacer y a cuántas personas acabarán dañando.

No creo que nadie nazca estúpido. Seríamos entonces, presos de un cruel determinismo genético. Pero no me cabe duda de que hay quienes, consciente o inconscientemente, consagran su existencia a alcanzar las más altas cotas posibles de estupidez, de igual modo que a otros se les adhiere como una ventosa. Amén de que todos, hasta quienes menos podríamos imaginar, nos comportamos estúpidamente en ocasiones. Nadie está libre. Unos caen alguna vez por mera distracción y otros, con mayor frecuencia, a causa de precipitarse en sus decisiones. Nada hay menos indicado que dejarse llevar por impulsos primigenios. Pero los más peligrosos son los que sufren un desmedido exceso de confianza fruto de la ignorancia. Asumir riesgos, careciendo de las mínimas habilidades o conocimientos necesarios para hacerles frente, es la quintaesencia de la estupidez. Una actitud que abona el malentendido y es la madre de todas las negligencias, creando mayor confusión que el engaño consciente y la pura maldad que son, afortunadamente, mucho menos frecuentes de lo creemos.

Y ocurre así porque, quizá por un sentido innato de caridad o generosidad, atribuimos a las palabras, actos y omisiones de los demás un nivel de raciocinio muy superior al que realmente tienen. No siempre actuamos con racionalidad. Quizá, la mayor debilidad humana sea la de suponer que todas nuestras decisiones nacen de la razón, olvidando que cada vez que ésta se adormece produce monstruos difíciles de domeñar.

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