Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Conspiración?
De todo un poco
UN acto de amor nunca es ridículo, nos enseñó Léon Bloy, ni tampoco -salvando las distancias- uno de heroísmo, por estrafalario que resulte. Lo pensaba leyendo de esos dos jóvenes comunistas españoles enrolados en las milicias prorrusas de Ucrania para instaurar... unas neorrepúblicas soviéticas. Será todo lo friki que se quiera, pero allí están, jugándose el pellejo. Otros españoles marchan a hacer la yihad; incluidas mujeres, a pesar del trato tan poco feminista que sus correligionarios dan a las señoras.
¿Y nadie se ofrece para defender a los nazaríes, los cristianos de Iraq y de Siria?, me pregunté con melancolía. ¿Tiene nuestra fe menos poder de convocatoria que el estalinismo o el islamismo? No, me respondí al momento. Los voluntarios cristianos son miles, 13.000 españoles. Son los misioneros. El padre Pajares es un ejemplo candente. Es lógico que la religión del amor mande al mundo un ejército silencioso de servidores y predicadores.
El mundo, sin embargo, gira, si se le deja ir, en espirales de odio y violencia. La Iglesia ampara la legítima defensa y el deber de auxilio. El Estado Islámico de Iraq está degollando y crucificando cristianos, yazidíes, kurdos..., incluidos niños, enterrando vivos a hombres, violando mujeres, vendiéndolas como esclavas. Ahora va a imponer la ablación femenina. Contra eso, Occidente tiene que reaccionar. Alguien tan delicado y exquisito como Oscar Wilde lo explicó sin remilgos: "Sólo hay una cosa peor que la injusticia y es la justicia que no empuña la espada. Cuando el bien no es poderoso se convierte en mal". Estados Unidos, que, tras las guerras del Golfo, carga con una responsabilidad moral, ha empezado a atacar por fin posiciones yihadistas con el respaldo de Francia y Reino Unido.
Aquella separación medieval entre Papado e Imperio no está obsoleta, porque las grandes ideas nunca mueren, y ésa logra hallar una salida a los laberintos de la organización política. Permite no mundanizar la fe y no sacralizar el poder. No ignora las circunstancias autónomas de éste, pero le impone una auténtica vigilancia espiritual. Instaura un tenso equilibrio entre religión y política. El resultado para nosotros, cristianos de a pie (con un pie en cada ámbito), es el deber de apoyar con fervor tanto las oraciones por la paz de Francisco y la entrega de miles de hermanos nuestros como la intervención militar del imperio, imprescindible.
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