
Balas de plata
Montiel de Arnáiz
El malpensado
Tribuna libre
El Domingo de la Divina Misericordia se nos fue Rocío sin que la sintiéramos. Silenciosa, como fue toda su vida a pesar de sus inconvenientes físicos que hundirían a cualquier persona. Fue el suyo un ejemplo de vida sin demasiadas quejas, aceptando todo lo que le ocurría con el corazón sin reproche y la mirada puesta en Dios.
Vivía sola, con la ayuda durante algunas horas del día de María José, y consiguió desenvolverse con valentía y resolución. Tenía claro que su objetivo para obtener una vida más feliz era luchar y su existencia se convirtió en una continua carrera para lograrlo. A pesar de ello, ayudaba a quien podía, escuchando y sonriendo siempre, y así solucionaba los problemas que iban surgiendo a su alrededor. Si hay que destacar algunas de sus cualidades por encima de otras, serían su alegría y su capacidad de perdonar. Era amiga incondicional de sus amigos, en los gozos y en las tristezas, y estos la querían cada vez más.
Siempre abriendo nuevas perspectivas, organizando, entre otras cosas, un club de lectura que estimulaba su cerebro y ampliando así el círculo de sus amistades. Nunca dejó de aprender y de indagar.
Haber sido su tía ha sido un orgullo para mí y para toda la familia porque, desde pequeña, fue afectuosa, cordial y amable, en un mundo en el que es difícil que reinen el cariño, la amabilidad y el respeto, sobre todo cuando se padece una discapacidad física.
Recuerdo su infancia, que fue dichosa a pesar de no poder realizar determinadas actividades normales de una niña. Le apasionaba ver partidos de tenis, un juego que quizá encarnaba su ilusión escondida. Y disfrutaba cantando con sus hermanos, creando una unión de sonidos y sentimientos.
Tenía una gran fuerza, no necesariamente del cuerpo sino de la mente y del espíritu. Fuerza a la que se agarraba para aguantar cuando menguaba la esperanza. A pesar de sus errores, sus bromas, su carácter, sus hábitos y debilidades, su conciencia era clara, formada, disciplinada, resuelta, sincera y libre de prejuicios.
Guardo en mi alma sus momentos de aflicción y también, cómo no, los radiantes. Supo afrontar en sus días todos los cambios, la muerte de sus seres más queridos (la de sus padres y la de su hermano), los rechazos e incluso un punto, temporal pero doliente, de aislamiento solitario. Nada pudo con ella: siempre volvía a caminar de nuevo con más coraje que antes.
Rocío, toda la familia te echa de menos y acaso mucho más que ninguno de nosotros tu hermana Nancy. Nadie podrá romper nunca el sólido e inquebrantable eslabón que te ha ligado a quienes te han querido y te quieren.
Estoy segura de que ahora estarás al fin en paz y libre de todas tus ataduras. Dios ha querido –y habla mi fe– tenerte con Él, disfrutando de una libertad sin límites y del amor infinito de su constante presencia. Ojalá en otro tiempo y en otro lugar podamos volver a abrazarnos con la misma ternura de tantas otras veces.
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