Oda a la mediocridad

Puente de Ureña

18 de junio 2025 - 06:00

El pulgoncito bebía/ de la planta que mataba/y con su culo nutría/a la hormiga que cebaba…la mariposa ponía/ más huevos y condenaba/ a la flor que no debía/ pero la oruga salvaba… Esto es tinta, no debía, /señalar lo que ya estaba/, condenado desde el día/ que todo se desangraba/ Este cachondeo florilogiado lo escribió en el siglo XVII un paroxístico Quevedo.

Quevedo no soportaba la falta de calidad humana, que a lo mejor, en la inteligencia, se sublimaba en música y armonía, en palabras todavía vivas, y no en cáscaras y cascajos de palabras secas, fáciles de usar por lo repetidas, que, como culo de pulgón alimentaba a los mediocres organizados del hormiguero cultural. A los escritores y autores, como a las hormiguitas, nadie les da valor ni peso que no se den ellos mismos. Por eso el afán de autopublicar. Nadie les llevará la contraria y nadie controlará su acierto o calidad. A la mayoría de la gente le va mejor la mezquindad y la rutina, cuando más rutina mejor, y la gotita de pensamiento inyectado para que nadie despierte a una realidad que lastima, la mayoría de las veces. A las democracias les interesan las sociedades ignorantes, porque la mayoría ignorante no influirá en su destino.

Así, tonto a lo tonto, papelito tras papelito, el torpe adquiere preponderancia y prepotencia, ante todo el que él piense que le puede quitar el culo del pulgón.

Asistimos así a la sublimación de la mediocridad, la democratización de los niveles en los que, a trancas y barrancas, se van infiltrando entre nosotros. Leemos lo que no requiere ni esfuerzo ni brillantez intelectual. La democratización del conocimiento y de sus usos. Provoca, un empobrecimiento socialmente colectivo.

Libros que no quedarán. Obras que el tiempo hará descender por debajo de las lápidas. Quevedo miró los muros de la patria suya. Sintió el cansancio. Se demolía todo alrededor. La edad y la enfermedad le recordaban, constantemente, que la única realidad era la muerte. Había padecido rechazo, condenas sociales, cárcel, y veía que los sueños de joven se pudrían como las algas en la orilla, sin que a nadie le importase nada. Los libros, los de su tiempo , como siempre, en la guerra intelectual entre conceptistas y oscuros, guerra sobre la que escribiría largamente Francisco Cascales, el lenguaje culto, que dividió la caterva por largo tiempo. Al considerarlos si no malos, mediocres, el soneto escrito desde la Torre de Juan Abad, aislado del mundo, un tanto de vuelta de todo, disfrutando de la calma del campo y lejos de las intrigas cortesanas que tantos sinsabores le produjeron, Quevedo no se imagina el largo y terrible encierro que habría de sufrir al final de su vida. Mientras puede, lee. Y leyendo, aprende.

Retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos, pero doctos libros juntos,/vivo en conversación con los difuntos,/y escucho con mis ojos a los muertos./Si no siempre entendidos, siempre abiertos,/o enmiendan, o fecundan mis asuntos;/y en músicos callados contrapuntos/ al sueño de la vida hablan despiertos.

Canta pues la inmortalidad de los clásicos y la perecedera vida de tantos libros de su tiempo. Dirá, convencido: Cánsate ya, oh mortal, de fatigarte/en adquirir riquezas y tesoro,/ que últimamente el tiempo ha de heredarte,/y al fin te dejarán la plata y oro: /Vive para ti solo, si pudieres,/pues sólo para ti, si mueres, mueres. Lo mismo pasa ahora. Y después. Y la nada es el marco de la vida.

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