El parqué
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Ella estaba feliz, pero yo no podía pensar en mi felicidad, que era ella. Lo que pasaría si ella faltara, si algo saliera mal. Y eso me aterrorizaba. Tras un año y medio, tras presentar una queja telemática a la Junta de Andalucía, tras muchos dolores, tras muchas hemorragias, tras un severo aumento del peso, tras las visitas al servicio de urgencias, tras tantas lágrimas, recibió una llamada de teléfono.
No era una de esas molestas llamadas que hacen los telefonistas de las comercializadoras de electricidad a la hora de la siesta, sino una mujer que le comunicaba a ella que el lunes la operaban. El domingo allí a las 15.30 horas sin falta. Felicidad, ella. Miedo, yo. Y allí nos encontramos un domingo. En ayunas, ella. Sin hambre, yo. Pero su gozo cayó al pozo porque había entrado una urgencia ginecológica que ocupaba un quirófano, el del robot: se trataba de un caso de vida o muerte que aplazaba el ingreso hospitalario de ella. El ginecólogo que nos da la noticia se llama Higinio, tenemos mucho que agradecerle. Pues lo hubiera asesinado con mis propias manos aquel domingo.
Pero quien espera lo más, espera lo menos, así que ella siguió feliz, aunque algo inquieta, superada por el temor de que apareciera otra urgencia, o una huelga, o una tormenta eléctrica, o lo que fuera. Yo seguía viendo crecer mi miedo. No podía sujetarlo. Y el lunes la llamaron: que ingresaría el jueves. Otra vez feliz, otra vez asustado.
La admitieron a las 17.00 horas, subimos a la habitación, cálida y sofocante. Una familia de Cádiz residente en la Isla compartían el espacio. Gente buena, sencilla, divertida, sufriendo por su Pepi, durmiente de día, dolida de noche. Ayudó encontrar allí a trabajadores agradables como el marido de Sandra, sí, el cuñado del conguito, o a Leticia, con su cabello negro de alisado japonés, siempre atentos, siempre pendientes.
El viernes había llegado sin darnos cuenta. La felicidad y el terror, asidas de la mano. En ayunas, el celador vino a recogerla a ella y, acompañada de una comitiva silenciosa, bajó en el ascensor a la segunda planta donde la esperaba una sala de espera prequirúrgica. Iba a ser una operación larga, pero no tanto. Iban a bajarla de la sala del despertar en un par de horas, pero no tantas. Y recordé lo que me dijo antes de entrar al quirófano: dale las gracias a Higinio; y lo que me dijo al recibir el alta médica: dale las gracias a los sanitarios, escribe un artículo sobre ellos, sobre la falta de celadores, y de medios, y de la tardanza de las citas.
Y ella estaba tan feliz, y yo tan sin miedo alguno, que no me pude negar a darles las gracias a todos ellos, inasequibles al desaliento. Los trabajadores del Hospital Universitario Puerta del Mar. ¿Cómo? Con este artículo que ella me ha exigido. Un artículo de agradecimiento. Y también de gratitud.
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